jueves, 2 de abril de 2009

Amor a segunda vista

(Incomprensible teclado francés: solo existe tilde para la e)
Finalmente me quedé: las calles, los techos, los puentes sobre el Sena, los atardeceres de principios de primavera y los magnolios en flor... ah, enamorarme de Paris, la cosa mas cursi y mas irresistible que me habia pasado desde Portugal. Pero como deciamos con Marcela en nuestros eternos cafes a la salida de Lastarria, todo en la vida es cursi: y qué.
Primer cliché: llegar por azar al Jardin des Halles, donde los senderos se llaman "Blaise Cendrars", "Saint John Perse", "André Breton", etc. Después, para mantener el tono, cruzar el Pont des Arts a ver si aparecia la Maga y Horacio y vagar por el barrio latino. En eso, entrar a una libreria cualquiera y encontrar a una suerte de viejo poeta maldito, dotado de una hediondez inverosimil, leyendo en voz alta el ensayo "Sobre la educacion de los hijos" de Michel de Montaigne -que cito en la tesis-. Y ahi se acaba: la chica latinoamericana de la novela hubiese entablado una larguisima y trascendente conversacion a traves de las calles y los parques y los bancos de los parques de Paris; la chica de la novela carece de olfato.
Han sido unos curiosos dias de cultura, familia y trabajo. Radicada en casa de mi tia Sole -prima de mi papa, que se vino al exilio despues del golpe con sus padres y sus seis hermanos-, he jugado un poco a ser la prima grande y la sobrina chica: conversaciones con ella hasta las mil y tantas viendo fotos de la juventud punky parisina, y tambien ir a buscar a Blaise y Victor al colegio y donde los abuelos; corriendo detras de sus patines y su scooter, muertos de la risa y tratando de superar mi mal francés. Tambien citas con el tio Oscar y la Nicha -padres de la Sole- y el primo desastre que se vino hace pocos anyos; y también con la familia "del otro lado" -por parte del ninyo del Bar Mitzvah-: Aline, Fabrice y los ninyos, Lilette y Charles. Las tournes culturales fueron con Jorge, hermano y vecino de la Sole: arqueologo, trabaja en el museo de Quai Branly y tiene libre acceso a todos los museos de Paris. Aparte del "suyo" -que tiene la gran gracia de disponer los objetos de forma que no parezca un anticuario-, visitamos el Pompidou -notable la planta de arte moderno- y el de Orsay -con unos Van Gogh que me hicieron llorar a mares-.
Y en medio de la hospitalidad, la tesis.

viernes, 27 de marzo de 2009

A Paris

Se agrega una nueva dificultad a la escritura: el teclado francés. Heme aqui en Paris intentando resolver una terrible duda existencial: quedarme y jugar a vivir en la metropoli por una semana o seguir ruta donde sea (en ambos casos, terminando la primera parte de la tesis, de la que me falta como el 85%)?
Acepto sugerencias

jueves, 26 de marzo de 2009

Noches españolas 2

6. Con los marsheneros la cosa no fue sólo de día, evidentemente. Por pudor, le pedí a Marisol ropa prestada: recordé que por estos sitios la gente se viste de civil, y cómo la vez pasada parecía yo una especie de pordiosera entre el gel, el perfume y las camisas planchadas de mis primos. Menos mal. Después de un paseillo para hacer la digestión, volvimos a la casa a aderezarnos como corresponde: a Santi casi no lo dejan salir a la calle, entre el pelo alborotado, un "jersey" naranja arrugadísimo y una camisa que no juntaba ni pegaba.
Fuimos de tapas, luego al café del frente para que Jose pudiese tomarse su tarta ritual -sin ella es como si no hubiera cenado, dice- y finalmente a por una copa a un pequeñísimo bar dentro de una cueva en la muralla del pueblo. Ahí encontramos a las amigas de toda la vida de mi prima -las hijas de la vecina que nos había regalado el tinto a la hora de almuerzo: también se acordaban de la prima de Chile, pero de la vez que fui con cinco años-. Bebimos y conversamos un rato, hasta que tomamos en consideración la cara larga que Jose mantuvo desde que llegamos -el perro de Santi lo había despertado al alba y a la mañana siguiente había que madrugar, dijo- y nos fuimos a la casa.

¿Error o excepción?

Me aburrí de las ciudades de menos de un millón de habitantes, que viven casi exclusivamente del turismo, donde la vida es muy sana (y a veces también muy limpia) pero nunca pasa ná: en unas horas me voy en el tren nocturno a París. Busqué desde Oviedo el lugar más cercano para tomarlo y para allá (es decir, acá) partí: Vitoria, una pequeña ciudad en el sur del País Vasco (en Euskera la ciudad se llama Gasteiz: cualquiera sabe cuál es la relación). Jamás la había escuchado nombrar, y resultó ser una muy buena sorpresa: el casco medieval combina en forma bastante curiosa la restauración fiel y los esperpentos, pero en una proporción tal que estos últimos pasan casi desapercibidos -básicamente, si uno mira con detención las fachadas de las calles estrechas puede ver, entre balcones y galerías, concreto tipo block comunista; también leí por ahí que algunos sectores estaban abandonados por el municipio y la recuperación ha sido efectuada por los vecinos, no sin un montón de obstáculos-. En las adentros de las murallas hay también un par de iglesias góticas muy bien conservadas, la enorme catedral -en obras-, y algunas casas más grandes del siglo XV y XVI; en las afueras, pasados los Arquillos -"ejemplo de solución urbanística que, a través de plataformas escalonadas, salva el desnivel entre la colina y el llano"-, calles comerciales puramente europeas, con sus galerías y sus vitrinas y sus cafés y su gente linda sentada en las terrazas al sol; todo en un tamaño perfecto para un par de horas. Una intervención interesante: en una calle bastante empinada, han puesto una rampa mecánica techada con una estructura de fierros muy moderna; que casa muy bien con la piedra de los muros.
Escribo desde el "locutorio latino": atiende una boliviana de buena voluntad que me guardó aquí la maleta toda la tarde.

miércoles, 25 de marzo de 2009

El váter de King-Kong






Fotos: Francisca Onel

El día de hoy fuimos con mi super-guía Fran a explorar Gijón city; ciudad portuaria muy cerca de Oviedo. Cuenta con singulares y célebres atracciones: una estatua de Pelayo -acaso el más ilustre hijo de Asturias, rey visigodo que ganó la batalla con que comenzó la Reconquista de España-, restos de una muralla romana, un pozo en torno al cual se escogían no sé qué autoridades hace muchos muchos años y, lo más importante, el váter de King-Kong; una colosal escultura de piedra en forma cilindrica, en cuyo centro se oye el eco del mar con una acústica impresionante. También es sede de la Universidad Laboral: obra faraónica de la época de Franco, supongo que de estilo neoclásico -aunque lo más exacto sería decir "monumental", o "imperial"-, tan grande y tan tristemente despoblada que da la sensación de estar recorriendo una ruina, pero nueva. Cuenta en su centro con una capilla -¿debiera decir basílica?- a sortie, inconclusa debido a la súbita muerte de su arquitecto, pero aún así profusamente decorada. Dicen que al empotrar las estatuas de la fachada, a una se le cayó la cabeza y mató a alguien: no sé si será cierto, pero sí una de ellas está decapitada.

martes, 24 de marzo de 2009

Estoy viva y en Asturias








Queridísimos:
Había yo anunciado que mi computador había muerto, y que por tanto no tenía demasiadas ocasiones para escribir. Me han reprochado por ahí que no doy señales de vida: a saber, aunque trataba sobre hace dos fines de semana, mi última publicación tiene por fecha el día lunes 23; o sea ayer para vosotros. Por tanto, no veo el motivo de la preocupación: hasta ayer al menos, estaba viva. Y lo sigo estando, por lo visto.
Pero bueno, aprovecho de actualizaros de todas formas -las jornadas culturales coruñesas quedan pendiente-. Estoy en Oviedo, en la casa de la Fran, hermana de Oscar, que está haciendo un año de universidad acá. Me vine en un tren caletero desde A Coruña: tardé un montón de horas, pero el recorrido por la costa, entre bosques, campos y acantilados, valía la pena. El verde de Asturias: no sé si es el más bello del mundo -para mi gusto, el sur de Chile no tiene nada que envidiarle a ningún otro verde-, pero es ciertamente bello; con ganas. De no ser por el no del todo elegante movimiento de los vagones -no vaya uno a olvidarse de Transantiago, sobre todo faltando tan poco para el retorno-, que dificultaba un poco la escritura en mi cuaderno-tesis, el escenario hubiese sido ideal.
La de hoy fue una tarde turística -Fran y dos amigas, Esther y Rebeca, me pasearon por todos los landmarks de Oviedo: Parque de San Francisco, catedral asimétrica, Plaza del Ayuntamiento, Teatro de Campoamor y una profusión de estatuas- que terminó en la cervecería Asturianu jugando trivia entre un auténtico sandial de estudiantes de Erasmus; alemanes en un 95% -sacamos un tramposísimo segundo lugar con el nombre de "Lita en Chile": los alemanes estaban furiosos, como si fuera una demostración de orgullo sudaca-. Mañana vamos a Gijón, y el jueves sigo viaje: salvo error o excepción -como diría Roberto-, el domingo pretendo estar en París.
Cariños a todos (los que corresponda).

Ah, y abuelos: por favor averigüen si me van a dejar pasar las cuatro bandejas de jamón que les manda Sandra y Luis; para no andar paseando (más) cosas por las puras.

Fotos: Francisca Onel -salvo la de los viejos tomando el sol en plan película de Almodóvar, que es mía, y las que salimos las dos-.

lunes, 23 de marzo de 2009

Los marsheneros 1

Parte importante del objetivo de este viaje era, como ya habréis podido notar, visitar a la familia. La rama española es la rama Aguado; es decir, la del bisabuelo Pablo, padre de mi abuela Sonja (materna), quien vino a Chile (arrancando) hacia el final de la guerra civil española. A todo esto, de la conversación con José María en Barcelona llegué a una (horrorosa) conclusión: mi existencia se debe, en parte, a las gestiones del excelso Don Neftalí. Aunque sólo sea rumor o interpretación, la sola posibilidad de estar en deuda vital con la vaca sagrada -parece que su influencia fue decisiva para que se dispusieran los barcos, como el célebre Winnipeg, en los que viajaron los refugiados españoles rumbo al que sería el país de nacimiento de mi abuela Sonja; y con ello de mi mamá, y finalmente el mío- me produce, digamos, un cierto repeluco.

En fin: todo esto para decir que los Aguado, salvo mi abuela y sus descendientes (mi tío Miguel, mis hermanas y yo) viven en España. Los de Marchena -ilustre pueblo sevillano- son la prima Angelines -hermana de José María-, su marido y sus hijos. En casa de ellos estuve el fin de semana pasado, por tercera vez en mi vida -una por cada venida a España: debo ser la habitante de Chile que más veces ha estado en el pueblo en plan de visita; de hecho, ni siquiera los amigos de mis primos habían olvidado del todo a "la prima chilena"-.

Llegué en tren por la mañana -a hora de caballeros: doce y pico- y me esperaba Marisol -hija nº4 de Angelines, que vive normalmente en Sevilla- con su novio. No nos veíamos hacía diecisiete años, pero nos reconocimos de todas formas -no había nadie más en la puerta de la estación, claro-. Nos fuimos directo a la casa, la misma de toda la vida: bastante grande, con azlejos hasta la mitad de la pared -influencia de los árabes que mantienen muchas casas andaluzas: se puede lavar a baldazos y ayuda a combatir los cincuenta grados del verano-, fachada compartida con toda la cuadra, completamente blanca por fuera, en el pequeño jardín un limonero y una piscina -muy profunda para que no se caliente tanto-, situada un poco a las afueras del pueblo -es decir, con perdón, a dos pasos-.

Todos, más o menos, como siempre: Angelines inmensa, Cesario más viejo -tuvo un derrame cerebral, del que se recuperó perfectamente a dios gracias-, Santi y Pedro peleándose como niños chicos y sacando de quicio a su santa madre. En realidad, daba la sensación de no habernos dejado de ver en estos cinco años: la familia que te recibe como un miembro más, y sin embargo no te ha visto más que tres veces, en total unos seis días. Nos pusimos al día respectivamente, mandaron a los míos todos los cariños del caso y, para mi alivio, guardaron silencio en lo que había que guardarlo. En ese sentido se siente uno en casa: no te empiezan a atiborrar de lugares comunes, de apreciaciones que te resultan incomprensibles, de sermones de experiencias que no tienen; como tú, consideran que hay ciertas cosas que no tienen solución, y ante las cuales las palabras sobran. No tienen miedo de decir que no han llamado por miedo: por miedo a no poder si no llorar colgados del teléfono.

Almorzamos exageradamente, como era de esperarse. Un pajarito les había dicho que me gustaba el pescado; así que había merluza, sardinas, boquerones, calamares y "tiburoncito". Además, como también sabían que me gustaban las verduras, había menestra con jamón. Y postre, cómo no, y vino. Lo del vino, por otra parte, fue toda una historia: se me ocurrió decir que me gustaba el tinto de verano con limón -todo un sacrilegio para una chilena, vino tinto con hielo y babida con gas con gusto a sabor limón: debo decir que al principio lo miré con cara de asco, pero después de probarlo lo he tomado cada vez que tengo la oportunidad-, y no había en casa más que una botella de reserva; que encontramos después de mucho rebuscar. Luego, no aparecía el sacacorchos; así que terminó Marisol yendo donde el vecino a ver si le podia abrir la botella. Y finalmente volvió con dos: la nuestra, y otra de tinto común y corriente que le regalaron los vecinos -que son bastante amigos, a todo esto- para que nos bebiésemos el "bueno" como corresponde y además hiciésemos el tinto de verano con limón. Total que bebimos bastante, además de comer.

domingo, 22 de marzo de 2009

La cuna de la civilización

Hola queridos
Estou en A Coruña en casa de Pablo, mi primo -creo que ya les había dicho: nos conocimos en la casa de su familia de la calle Plaza de la Charca Mojona, La Losa, Segovia, hace cinco años; cuando Sandra y Luis me llevaron para huir del calor-. Han sido unas jornadas culturales a cargo de Alberto, su cuñado, que viene de Betanzos; supuestamente (según él), la cuna de la civilización: de allí provienen "mogollón" de cosas, como la rueda, la escritura, el vino, el tipo de construcción presente en los castros celtas, las embarcaciones que luego usaron los vikingos... incluso los Incas partieron a Perú desde Betanzos. Ah, y tuve la suerte de venir en fin de semana largo: aquí en el norte es fiesta por San José.

El primer día (viernes 20) me recogió Pablo en la estación: debo sentirme tremendamente honrada, llegué a una hora terrorífica -"un coñazo"- para alguien que no madruga "ni para dios". Me preguntó si me "molaba" la idea de recorrer Coruña en bicicleta: claro, sin duda, me parecía "de flipar". Alberto quiso unirse; así que fuimos los tres en un completísimo bici-tour pasando por los jardines, la Plaza de María Pita -heroína de la ciudad, que infundió a las tropas el valor necesario para enfrentar a no sé qué invasores; según Pablo, probablemente los españoles-, el museo arqueológico emplazado en el Castillo de San Antón -ilustrísimo atesorador de la más importante colección de restos betanceiros en toda la comarca-, el paseo peatonal que bordea toda la costa, la Torre de Hércules -torre romana, al parecer la más antigua de Europa- y el sector de las playas. Esta ciudad es prácticamente una isla: está unida al continente por un estrecho itsmo que ha ido ensanchándose a lo largo de los años -han ido construyendo hacia los lados para "ganarle terreno" al mar-.
Terminado el paseo -que no creáis que fue tan ligerito: a pesar de poderse cruzar de un lado a otro, en su parte más estrecha, en sólo un par de minutos, Coruña es todo cuestas-, fuimos a por Cristina -hermana de Pablo, mujer de Alberto- y luego a buscar dónde comer: parece mentira, pero a eso de las tres y media casi todas las cocinas estaban ya cerradas -se están volviendo europeos, dicen-. Encontramos abierto un barcito bastante "enxebre", lleno de gente y de papeles en el suelo, pero sólo quedaba tortilla; así que sólo nos "tomamos" una tapa y probé otra aberración a la que luego me hice adicta: la clara con limón, cerveza de barril con el mismo "refresco" que le ponen al tinto. Ahí se nos unió Inés, amiga de ellos, y nos fuimos a ver si finalmente cumplíamos la misión de encontrar dónde comer pulpo; plato nacional y unánime antojo de ese día. Lo logramos: definitivamente el mejor que haya probado -los "chipis" y los "tigres rabiosos" (choritos en salsa picante) tampoco lo hacían nada de mal-. Y por último un café "al solete", compartiendo terraza con un cuasi mendigo un tanto vociferante.
Continuamos el paseo, los cinco y a pie, hacia la cidade vella; tan vella (vieja) que en muchos sitios parece caerse a pedazos -por todos los rincones pueden advertirse brutales efectos de la sal y la humedad-. El interior de las iglesias huele como a sótano de casa del litoral, y quizás sea precisamente eso lo que les confiera cierto encanto especial -el encanto de la vejez inmaquillable-. Una de ellas, la más antigua, si mal no recuerdo, está justo enfrente de la casa de Franco -parece que está cerrada todo el tiempo: la casa digo-. Hay también un pequeño jardín construido en honor a un capitán inglés -hay veces en que son los buenos-: allí solía jugar Pablo con sus amigos cuando era pequeño -vivían en pleno casco antiguo-, y desde allí se tiene una buena panorámica de la bahía y del puerto -o ex puerto, ahora que están construyendo uno exterior-. Y, justo al lado, un museillo -el edificio, sólo el edificio, "está curioso"-.
Terminamos la jornada en la Plaza de María Pita: supuestamente iríamos de copas por la noche, pero el descanso previo -cada quien en su casa- estaba demasiado bueno para ser interrumpido. Mi primo había conseguido una película nueva, colaboración entre un director inglés y Bollywood, que vale la pena ver.

(continuará: falta el sábado y el domingo...)

lunes, 16 de marzo de 2009

Sevilla tiene una cosa, que sólo tiene Sevilla

Las calles de Triana huelen a víspera. Cinco y media en la plazoleta de Santa Ana. Tres adolescente en bicicleta cantando no sé qué chanzas. Una pareja se detiene frente al campanario en restauración y levanta la vista. De camino, un viejo me ha enseñado cómo anidan las tórtolas en los naranjos. Los azahares, a punto de reventar, en medio de los preparativos de Semana Santa.
En un café, mientras leía, me encontró un ángel. El sitio estaba lleno. Un hombre me preguntó si me importaba compartir mi mesa. Venía con una señora, quizás su madre. La sentó frente a mí. Pelo blanquísimo, ojos azules con una luminosidad extraordinaria. “Qué linda”, dijo al hombre, y no me quitó los ojos de encima en todo el tiempo que duró su café con pastelitos. “Qué linda”, repetía ella de vez en cuando y yo abandonaba a Chomsky para devolverle una sonrisa. Al levantarse, se acercó y me dijo que rezaría por mí, por que me fuera bien. Me dijo “pediré a Dios por ti” con un hilo de voz, mirándome con una ternura indescriptible. Tomé su mano y le di las gracias.
Cruzando el puente de Triana, se ponía el sol. Desde el Paseo Colón y sus palmeras, en la ribera sur del Guadalquivir, vi un atardecer “de libro” contra los techos de Triana. Me llegó a dar risa: me sentía como en una especie de momento epifánico, dentro de cualquier película independiente norteamericana.

Noches españolas 1





Sin buscarlo, parece que estoy dando la impresión de no salir de noche. Y no es así. Es decir, tampoco me he transformado de pronto en el alma de la fiesta ni mucho menos; sin embargo, uno hace menos caso de sus –buenas o malas- costumbres cuando viaja.

1. Arreglando el mundo
A esta noche ya me referí, al menos en parte. En Barcelona me quedé donde mi tío, llegando en plan “soy tu sobrina: ¿me recibes?”, sin conocerlo ni siquiera por teléfono. Mi abuela me había hablado maravillas de él: que era abogado, muy culto, que tenía una pieza especial para oír música, en fin; que probablemente nos llevaríamos muy bien. Y sí. Isabel, su mujer, resultó ser un encanto también; y al par de días era como si nos hubiéramos conocido desde siempre. A Cristina, la hija, no la conocí más que por teléfono: tenía que estudiar para unas pruebas, a ver si conseguía trabajo después de varios meses –por acá, como ya he dicho, la crisis “es”-. Lo consiguió.
Pero yo hablaba de la noche. Fuimos a comer primero –o a cenar, como dicen aquí: la comida es el almuerzo-, los tres, a un restorancillo y bar de tapas situado en el refaccionado mercado (tres “ado”) de xx; en pleno barrio gótico. Luego, en casa, nos sentamos a por un café. Conversamos, conversamos, hasta que ya no se pudo eludir la pregunta: cómo murió tu madre. Yo daba por sentado que estaban al tanto, pero no: sólo noticias vagas. Lo conté todo; sin dramatismos, sin omisiones, sin mayores detalles. Isabel no sabía nada de nada. Que aquí tenía mi casa, cuando yo quisiera. Y que cuando quisiera me contaba José María la parte española de la historia. Yo no tenía sueño. Él tampoco, Isabel sí. Ella se fue a acostar, y nosotros nos quedamos hasta las tantas de la mañana. No conseguimos arreglar el mundo, empero. Y creo que nunca más podré leer siquiera un título de Lope de Vega.

2. El poeta chileno
Que qué podía venir a hacer un latinoamericano a estudiar literatura en Barcelona, que qué podía venir aquí a buscar si no había más que fósiles, que qué interés podía tener Lope de Vega cuando allá teníamos la distorsión del castellano en contacto con las lenguas indígenas y la naturaleza ubérrima: todo eso se peguntaba José María. Sin embargo, un chileno podía venir y terminar haciendo su tesis doctoral sobre César Vallejo: el lugar en cuestión da lo mismo, lo que cuenta es salir de casa. Al menos, a mí me resulta perfectamente comprensible: a sí se lo dije a Juan cuando me lo contó, un par de minutos después de encontrarnos afuera del café Zürich.
Juan, amigo de amigos, tremendo poeta, habitante de la intemperie por algunos años en Barcelona. Le escribí a ver si podíamos coincidir, a ver si había tiempo y ánimos de una conversación agradable. Los hubo: varias cervezas en torno a lo humano y lo divino, lo divino y lo humano, en un entrañable bar pasado el Rabal, atendidos al parecer milagrosamente por un mozo simpático. Como la de la noche anterior -con José María- aquella fue una conversación antologable.

3. Entre el Groucho y el Piripi
Volví a Sevilla un viernes. Luis consideró que podía interesarme ir de copas con alguien de mi edad, salir a divertirme, como quien dice. Así que me presentó a otro de sus ahijados, Jose –el “uno” es Pablo, de Coruña, a quien conocí hace cinco años e iré a visitar hacia el fin de esta semana-. Jose es hijo de unos amigos suyos, estudiante, pero actual ponedor de música en bares y eventos de varios tipos –cosa que, por lo visto, no tiene a sus padres demasiado contentos: un buen negocio le resulta a cualquiera más interesante que los estudios-.
Ese viernes por la noche, entonces, salí. Pasó a buscarme Javi, su socio, para ir al Groucho; un conocido bar sub 35’, donde cada fin de semana –en términos de la juerga local, de miércoles a domingo- toca un grupo de flamenquillo y él con Jose arreglan el sonido. Este viernes era una ocasión especial, sin embargo: el vocalista celebraba su despedida de soltero. Y cantaba, por supuesto. Imagínenselo.
Desmontados los equipos –costó: el público no dejaba que terminasen de tocar-, dejada la camioneta en casa de Javi y buscado el auto de Jose en la casa de su abuela –es decir, mucho rato después-, fuimos a comer al Piripi. El bar no se llama así, pero lleva dicho apodo por una de sus tapas: un montadito con lomo de cerdo, beicon y mayonesa; al parecer todo el mundo va allí por eso –estaba repleto-, incluidos nosotros. O ellos más bien: al llegar a nuestra barra los tres Piripis, rápidamente decidí transformarme en judía por un rato y buscar alguna alternativa –este viaje he probado casi todo lo que me han puesto enfrente, pero esa vez había que tener un poco de consideración con mi pobre hígado: la noche era muy larga, además-. Como ellos el pisto que pedí de la misma forma que yo lo de ellos, quedamos a mano.
Y terminamos en el Groucho otra vez. Para mí era como subir al transantiago a las seis de la tarde: para ellos estaba incluso vacío. El formato es como de discotheque, pero sin baile: muchos guardias a la entrada; tragos largos, caros y mal servidos por chicas escotadas y chicos con los pelos tiesos; apenas algún sitio para sentarse o apoyarse; todos bastante borrachos, excepto nosotros, por cierto. Qué tiempo que no entraba a un sitio así: me resultaba mucho más exótico que la Giralda.

4. Los dos sobrinos
El martes pasado, creo, vino por trabajo a Sevilla un sobrino de Luis: Miguel (alias Miguelón), hermano de Pablo (alias Pablete). Así que nos fuimos por ai de tapas y de copas, con él y con otro sobrino, Ignacio (alias Nacho o Nachete). Nos juntamos cinco en un bar de cófrades: ambiente un poco eufórico ya en la cuenta regresiva, muchos de vuelta del ensayo con su paso respectivo –Nacho mismo había estado ensayando la noche anterior hasta las tres de la mañana; teniendo que trabajar y cuidar a su hija pequeña-. En un momento escuchamos una transmisión en directo desde el Vaticano, de una comitiva de semasanteros en cita con don Ratz –el que hablaba en era el padre de Nacho, nada menos; Hermano Mayor de la Cofradía de la Esperanza de Triana-. Luego nos trasladamos a la plaza que está junto a la Iglesia del Gran Poder: hacía una noche estupenda.

5. Y claro yo también trabajo de noche
Y mucho. La cosa avanza lenta, pero segura.

Sevilla huele


Ya reventaron los azahares: uno queda ebrio de sólo caminar con ese aroma por las calles. Una maravilla.
Acá, sigo entre trabajo y familia. El fin de semana estuve en Marchena, mañana les cuento más. Por ahora, subo un par de notas retrospectivas y unas fotos de la ciudad, a petición de mi padre. Son tomadas por Luis.

lunes, 9 de marzo de 2009

¡Qué manera de comer!

Excursión a la Sierra de Huelva: Sandra, Luis y cuatro parejas de amigos de ellos; una de las cuales iba con suegra, hijo, amigo de hijo y perro ("Pisco": ella y su madre son peruanas). Y yo. Grupo muy agradable, -a pesar de la edad, como dijera Sandra-, a ratos para morirse de risa, una buena cuadrilla de andaluces cultos -no sé si todos eran andaluces; cultos sí-.
Excursión de poco más de veinticuatro horas, con un clima de antología. A nuestra disposición, una casa grande en un pueblo pequeñísimo, atendida por sus dueños; quienes nos dieron de comer hasta reventar prácticamente -sin exagerar: de a tres platos por comida; por ejemplo, un glorioso revuelto de setas, venado al vino con manzanas, bacalao, carrillera con patatas y las famosas morcillas bobas que mucho dejaban que desear; todo en abundante abundancia, luego de diversas "tapitas" muy abundantes también, y de una no despreciable partida de cerveza y vino-.
Aparte de comer, dimos un par de paseillos andando -y subiendo a todo el mundo arriba del columpio, como quien dice: nadie se salvaba-. Cielo azul hasta el absurdo, Encinas y alcornoques recién pelados -¿alguien sabe cuál es cuál?-, terrazas de olivos viejos, mimosas y carozos en flor, un pantano rodeado de pizarra, vacas, cerdos -o cochinos, o marranos, o porcinos, etc-, pajaritos varios. Uno de ellos era una cigüena; instalada en un nido que ocupaba más de la mitad del campanario de la ermita del pueblo -Corte y Concepción-.
Y la revelación del fin de semana: Pisco (un salchicha de pelo largo, citadino del todo) resultó un arreador de cochinos y de vacas de lo más competente. No es broma.

A currar se ja disho

Queridos lectores del mundo: uníos en otra parte. Quiero decir, de aquí en adelante, las narraciones de mis aventuras serán más bien retrospectivas: ha llegado la hora de trabajar. Heme en Sevilla, radicada estupendamente en la casa de mis tíos, sin excusa ninguna para seguir arrancando de la tesis. Con familia encantadora, a 20 grados, con luz hasta pasadas las 7:30 de la tarde, ¿puede uno pedir más? Así cualquiera se pone responsable...

martes, 3 de marzo de 2009

Las más lindas del Bar-Mitzvah

lunes, 2 de marzo de 2009

Mi tío José María

Sólo para contar algo: son casi las seis de la mañana, y hasta hace no mucho hemos estado con mi tío hablando de toda clase de cosas -fundamentalmente, la parte española de la historia de mi familia, la historia política de España y de Chile, la poesía en lengua rusa y la razón sin razón de que los latinoamericanos se vengan a este fósil cultural para estudiar a Lope de Vega -contra quien mi interlocutor, válido y más que válido, no escatimó en diatribas-.
Son casi las seis de la mañana: voy a dormir.
Ah, y si os gustaron, id leyendo las (obsesivas, necesarias) correcciones de los poemitas.

Poemitas

Me permito la enorme falta de pudor de publicar dos borradores en verso: creo que la fecha lo amerita. Un poco para compartirlos -con unos más que con otros-, y un poco para librarme de ellos y bajarles el perfil. En todo caso, es más fácil desnudarse desde lejos. Uno es más antiguo y más revisado que el otro, creo que el contraste es evidente –ojalá lo sea- Cualquier comentario, por favor, es bienvenido: incluso un “no versees más, por Zeus”. Ninguna piedad, por piedad. Probablemente comparta esa opinión.
Abuelos: para ustedes, un regalo, un trozo de mí –¡otro!, dirán, ¡no más por favor!-. No sé vivir de otra manera: con mis fantasmas en el bolsillo para todos –todos- lados. ¿Público, por qué? Un poco de criterio de realidad –en lo formal- no le hace mal a nadie, y ya deben quedar suficientemente pocos lectores –un filtro natural-.
Somos los que somos, basta ya de preámbulos.


Este canto es para ti

Este canto es para ti, mamá, a un año de tu muerte
no es una oración, no es un réquiem, no es el kaddish
nadie me lo enseñó cuando era tiempo aún
y hoy no puedo elevarte más que desesperación
sudor frío, espasmos sin lágrimas, vencidas las rodillas
náusea ingente, sudor frío, los pechos como agujas
tanto dolor, tanto dolor, mamá, para dos hombros
te fuiste y me he quedado cual gaviota en una mancha
las plumas pegoteadas, irremediablemente inútiles para volar fuera
[del agua
de un agua muerta, podrida, sin pistas ya del mar
podrida, mamá, podrida, todo hiede por estos lados
qué infame falta de respeto el que la vida siga incólume
llegará el día en que podamos reír a nuestro gusto
fornicar sin el horror aguijoneando en las persianas
y llegará también el día fatal en que tu aroma abandone la última
[fibra de la almohada en que dormiste por última vez
y con ello la faz del mundo.
Nadie ha perdido demasiado el apetito, las tripas pueden más que
[toda convención
siempre y cuando, claro está, no estén abiertas y revueltas
por obra y gracia de los excelsos avances de la medicina
a fin de cuentas somos bolsas de intestinos, mamá
incansables depredadores de cuanto recurso exista o quede
para luego producir toda clase de emanaciones de la manera más
[efectiva posible
felíces aquellos que -como tú- se han librado.
Pero heme aquí de todas formas, en medio del tripal, cantando
nada más tengo elevarte sino un patético hilo de voz
hoy no soy más que un viejo andrajo pegajoso, abandonado del dolor
[incluso
hoy no quiero sentir, mamá, hoy prefiero la anestesia
la modorra trasnochada de alcohol y de pastillas
había que precaverse, repetir la estrategia del año anterior
a la espera del dichoso vuelo con siete horas de retraso
para no ceder a la tentación de irse, en castellano, a la mierda
o bien, peor aún, a buscar cualquier clase de ridículas
[explicaciones
o intentar un remedo procaz del Réquiem de Casanueva como quien
[profita de la oportunidad
había que sumergirse en lo que hubiera dentro del mueble
esperar que la tina se llenase y se enfriase hasta lo soportable
con una voz griega detrás, esta vez, dedo en la llaga
modorra de vapor y químicos hasta el adormecimiento
que interrumpe puntualmente la persistencia de la respiración.
Este canto es para ti, mamá, a un año de tu muerte
no es una oración, no es un réquiem, no es el kaddish
nada más tengo que elevarte donde quiera que estés
donde quiera que estés junto al hombre que amabas
y que te amaba a ti sola, con justa devoción
que te amaba a ti, a ti y a todo lo que sostenías
que elegiste sostener por no verlo despeñarse
prótesis perfecta de toda una familia
forzada de un garrotazo a alzarse sobre sus piernas
rotas: triste escuadrón de muñecas mutiladas
habituadas a funcionar con cierta normalidad, por tantos años
tantos años, no digamos como reloj, pero al menos
pudiendo disimular aquellas grietas sin arreglo
-implacable testimonio de la mismidad de las cosas-
prótesis de toda una familia, mamá
a ver si se componen los pedazos, alguna vez.
Dicen que ahí en lago desde donde partiste, junto al árbol
[oficiante de la consumación
-cualquiera sabe si auqello estaba escrito de antemano
[o si lo fueron trazando ustedes mismos minuciosamente
cada uno de sus gestos, pertinaces tentativas, a un paso
[siempre de cualquier despeñadero-
dicen que en ese sitio hubo sol esta mañana
-aquí en cambio guardó cierto recato, cierto recogimiento
[ante tu belleza destrozada-
un día espléndido, dicen, acorde a las palabras del cura
acorde a la paz que gozan ustedes hoy
-los cuatro, los caídos, los elevados, dicen-
felices aquellos que han partido en libertad, en buena hora
[desterrados de este valle de lágrimas
tres misas por ustedes, en total, por esos lados
¿es cierto eso que dicen, mamá, es cierto el cielo?, yo
[no sé
la fe o se mama con la leche o se es inmune
¿es cierto eso del cielo?
ellos, tan seguros, voz luminosa, lugares comunes
tan aparéntemente diáfanos que dan ganas de llorar, mamá
dan verdaderas ganas de llorar y de abrazarlos, abrazarlos
[y decir “cómo pude estar tan ciego”, y llorar y
[arrodillarse y rezar con ellos por primera vez
pero la fe se mama con la leche y yo no puedo
no puedo ya, tal vez nunca, tal vez, yo no sé.
Un año ya, un año ya, quién lo dijera
“qué voy a hacer ahora”, primeras palabras al confirmar
[la noticia aciaga
“qué voy a hacer, papá, qué voy a hacer sin ella”
un año ya y aquí estoy
aquí como si nada, sola otra vez, sola en mi exilio
[voluntario
sola en la hora en que todos duermen, sola al fin
serena al fin, serena, las horas terribles han pasado
embotada de anestésicos, pero vestida con sus ropas
lejos, pero con su amiga, ocupando el lugar de ella
[en el rito de su ahijado
-tránsito a la adultez de quien porta el nombre de ella-
he dejado pasar por mí las veinticuatro horas terribles
lejos, otra vez lejos, un tanto al sur del frío
lejos de las misas, lejos de la herrumbre -si tal cosa
[es posible-
hay que seguir viviendo, mamá, hay que seguir
nadie nos preguntó, pero hay que seguir viviendo
y yo he de seguir siendo la que siempre parte, eterna
[ausente
yo he de ser yo otra vez más por fuerza que por razón
no sé ser prótesis
acaso haya nacido para ello, pero abdico
abdico de mi herencia por el más puro sentido común
nada más inservible que un bastón quebrado.
Este canto es para ti, mamá, a un año de tu muerte
no es una oración, es sólo un eco, el eco
de mi aullido al derrumbarme sobre tu ataúd
junto a tu madre junto a tu padre y sujeta por el padre que
[escogiste para mí
quebrantada toda la ley del entendimiento humano, un eco
del aullido de tus dos hijas menores
al despertar llenas de tubos y de fierros, con la hediondez de la
asepsia en una sala sin sombras y sin madre, un eco
del llanto de tu abuela al mes siguiente, por qué no salvaron
[a su nieta en lugar de ella, un eco
del silencioso enigma de tu hermano Miguel, un eco
de la desesperación más absoluta y desgarrada de esas manos
obligadas a tomar una cajita
la cajita
la niña de sus ojos reducida a una cajita
ninguna voz humana puede quedar en pie.


Nostalgia de ella

Si hubiera seguido su consejo, si hubiera
regresado antes, como tres veces me dijo en su carta inmortal
como tres veces leí, en Estambul nevada
entre lágrimas de frío y de cansancio
sin brújula, escurriéndose el itinerario entre mis manos marchitas
como una marioneta abandonada, leí
“puedes volver antes de tiempo
todos queremos verte ya
puedes venirte con nosotros”.
Pero no alcanzar la isla era fallar la prueba
era no ser digna de alcanzarla
el temporal de nieve casi me la arrebata
la furia del Egeo desatada
la ruta alternativa por Estambul, al vuelo
no podía cejar precisamente ahora
debía ser más fuerte que su anhelo.
Había abortado tantas veces
tantos barcos, tantos compañeros
por una imperiosa necesidad de verla
a ella, de verla, de tocarla, a ella
de encontrar sosiego en su aroma sumergida
como en una crisálida de nubes, rotas sin embargo
rotas, a una palabra a un gesto de desgranarse en llanto
había que llegar hasta el final, por una vez
hasta la caverna de Juan el Fulminado, última isla
peregrinación revelada en una iglesia hundida
Pater Iosif y los otros, eternos enlutados de la miseria humana
Thessaloniki tres veces visitada
monasterios, ruinas de monasterios
el monte Olimpo y el perro Agios Dionisios
la isla de Thassos a pesar de la tormenta
y finalmente Patmos en el horizonte
tres días y tres noches
esbozos de primavera al desembarcar, epifanía en forma de fragancia
epístolas del Apocalipsis para la pequeña peregrina
todo un concatenarse de inverosímiles coincidencias
y la nostalgia de mi madre por sobre todas las cosas.
Nostalgia, perpetuo desarraigo
cuán perpetuo, cómo iba entonces a saberlo
noche de carnaval, doblemente extranjera
noche última, abatida, con esa tos rasgando mis pulmones
agravada por el trayecto en tren nocturno, días antes
morir con ella en la humareda, a espasmos
tanta gente tanta gente por las calles esa noche
enardecida, tanta gente desvalijaba el aire
y yo como una andante pavesita
derribada a la hora de la despedida
despedida rasgando mis pulmones
madre
descuajándome en una sola tos.
Si hubiera adelantado mi regreso, si hubiera
si hubiera partido al sur contigo, a ese lago
dos niños, dos niños no se hubieran muerto, mamá
la tragedia habría quedado entre nosotros
una familia sola, solamente
la tragedia habría quedado entre nosotros
tres muertos no hacen mucho más que dos.

El discreto encanto de la burguesía: diapositivas del sur de Francia

1.Voilá, nous sommes en la Provènce. Más específicamente, en una casa de campo cercana a La Cadière d’Azur (entre Toulon y Marsella). Mi exclamación al salir al jardín ayer por la mañana: es como en las películas. Corredor de estilo mediterráneo, olivos a unos metros, más lejos el mar. Mimosas en flor, también los almendros: por las tierras de la langue d’oc, a fines de febrero ya quiere printempear (primaverear). Sol de invierno que entibia apenas, difusos atardeceres, pinares entre rocas blancas como cortadas a pique. Muñones de vides, pueblitos pintorescos, la Costa Azul a pocos minutos con sus palmeras y bajos edificios de estilo imperio enfrentando los yates –más específicamente, en el balneario de Bandol-.
2.Toulon. Una de las ciudades más feas de la región, sede de la Armada Francesa, se emplaza colgando de las polleras del Mount Farron (qué rima más bonita, y triple por si era poco); un cerro bastante grande, desde cuya cima se obtiene una panorámica que bien vale el trayecto –no muy largo, pero con curvas análogas a las del camino a Farellones; con la ventaja de ser vía de un solo sentido, circular-. Desde el mirador, domínase la bahía –la entrada del Mediterráneo en el continente-, el puerto, los buques de guerra, las rocas, el precipicio, los edificios sin chiste. A la subida se dejan ver casas más acomodadas, de los años ‘30, que inmediatamente recuerdan a Zapallar o al Papudo de antes –dice la María José que Reñaca también era así, antes de transformarse en un Río de Janeiro “en versión de decimoquinto enjuague”, como diría Roberto-. Vegetación: pinares bajos y más bien ralos, que hacen con la piedra un conjunto “trés interesent”. El sector de la costanera, con su dársena de “petit boat”, sus calamondines y restoranes varios tiene su gracia también.
3.La Cadière d’Azur. Pueblito provenzal para la foto. Colgado de su propio cerro, calles y paredes de piedra clara, una que otra puerta azul, uno que otro almendro florido: es evidente el empeño que se ha puesto en su restauración, ahora que está de moda. La alcaldía, donde se casó hace años el primo de Jean Paul –autodenominado Miguelito Cadière- ha tenido que extender sus dominios y trasladar la mitad de sus instalaciones a la casa de enfrente, al otro lado de la plaza –dije ya: el pueblo prospera-. Una sola pareja de turistas se sienta en las mesitas, bajo los plátanos orientales podados de forma horrenda. Suena la campanada de la una: nos pilla en el almacén en que he comprado un par de especialidades de la región –en base a higos y aceitunas- para llevarles a mis tíos españoles. Luego bajamos por una callecita hasta toparnos con la sede del Partido Comunista francés, para volver finalmente a la flamante deux chaveux –citroneta en castellano- propiedad de Monsieur Calamaro.
4.En Voulon, ubicada formando un triángulo con Aix-en-Provènce y Marsella, vive don Miguelito Cadière y su familia –digo, mujer e hija menor: los mellizos han partido ya de casa-. Estamos invitados a almorzar, a hora francesa eso sí: quiere decir que hay que salir a eso de las once de la mañana. “On France ils-há des payssages magnifiques” (ni idea de cómo se escribe, pero vino a propósito una frase de mi método de francés, como “elle rêve de vivre á la compagne” y otras por el estilo). Más rocas. El mont de Victorie, highlight del sector. Comida magnífica –como si ya fuera 2012-, hospitalidad magnífica –se entiende que convidaron a sabiendas: es más, al reparar en la fecha dijeron que daban igual los ánimos, que lo importante era pasarlo todos juntos-. En el antejardín hay olivos –actualmente Michel “le hace” al negocio del aceite- y una piscina. La casa tiene una decoración curiosa, ecléctica, con algunos retazos de la Patagonia y otros destinos exóticos, y una auténtica “litó” de Dalí. Estaba Antonie también –el mellizo de Olivia- por esos chiripazos de la vida. Asado sabatino a la francesa, del que no me enteré demasiado por la maravillosa efectividad de la farmacopea.

Lucerna tiene carnaval

















Fotos: Julian Schmidli

De Berna a Lucerna con Julian: no sólo coincidió que mi vuelo llegaba a su casa, sino que había carnaval en la ciudad donde creció –donde está la casa de su madre-. Me preguntó si estaba interesada en ir. Sorprendentemente, a no pocas personas no les divierte en absoluto.
En el imaginario colectivo, por Suiza se concibe un país ordenado, limpio, eficiente y puntual –como reloj suizo-, neutral políticamente –con todas las sospechas que la neutralidad suscita-, administrado a través de un singular sistema de democracia directa –todo, todo se vota: imaginen lo que ello significa-. Y esta idea coincide efectivamente con la realidad. Sin embargo, hay por lo menos un aspecto que no contempla: tanta perfección requiere una vía de escape, y esa vía se llama carnaval.
El carnaval tiene lugar en varias ciudades, en forma no simultánea. Así, la gente puede –debe- tomarse sus respectivas vacaciones sin paralizar completamente el país. Las clases, sin embargo, no se detienen –en realidad no sé si era eso, o que simplemente todas las personas con las que estuve ayer estudiaban en Basel, donde el carnaval no era todavía-: imaginen las caras a las ocho de la mañana, estudiantes y profesores. Con todo, son siete días de absoluto desenfreno: disfraces inverosímiles, bandas de percusiones y bronces tocando en forma ininterrumpida distintos estilos de música –desde clásicos de desfile hasta Britney Spears, y no es chiste-, alcohol en abundancia servido en vasos de plástico –los cuales son pertinentemente recogidos a altas horas de la noche por inmigrantes mal pagados: quien llegara a la mañana siguiente no podría sospechar el estado de las calles horas antes, tengan en cuenta además que nevó y llovió-.
Lucerna tiene carnaval (Viña tiene festival), acaso el más famoso de Suiza. Añádanle al desorden montañas nevadas, lago, río con cisnes blancos y encantadores puentecillos, casitas alpinas espectacularmente bien conservadas, tranvías que con todo parten a la hora. Lucerna tiene carnaval: marco en que los ciudadanos pueden romper los límites.
Llegamos desde Basel a eso de las tres. En las calles del centro había desfile: bandas buenas y otras peores, comitivas espectaculares o más discretas, elegantes o barrocas, más políticas o definitivamente absurdas. No faltaba mucho para que terminara: vagamos por ahí otro rato, con cara de Carmela yo, para luego volver por la noche. En el bus casa de Julian nos encontramos con su hermana: también había estado en chile y hablaba español como chilena. A propósito del idioma: estos suizos, aparte de tener cuatro lenguas oficiales, tienen en cada ciudad su propio dialecto, que no se escribe –como el latín vulgar, es puramente oral; al escribir utilizan el “alto alemán”, el que se habla en Alemania del norte-. O sea que tienen facilidad para aprender otras lenguas: Christina, la novia de Julian, habla unas siete.
En casa esperaba la mamá y su marido, muy amables los dos. Cocinaron una especialidad suiza: “Alpenmagronen” o algo así, pasta con papas y queso, acompañada de puré de manzana, cebolla caramelizada y pimienta para decorar –livianito, al parecer los orientales sufren serios problemas cuando vienen-. Después de comer fui disfrazada. Mamá e hija partieron directamente –marido no gustar-; nosotros nos juntamos primero con amigos de él en la casa de uno de ellos. Están completamente locos, in the good way I supose. Cuatro iban de niñitos preescolares –acá los obligan a andar por las calles con luces reflectantes-, uno de ellos con cabeza de elefante; una de las chicas de profe de gimnasia y la otra de leñador; otro como una especie de mariscal austrohúngaro y el otro como negro gay de los 70’.
Hasta las cuatro de la mañana nos quedamos con Julian sumergidos en el mar de gente. El grupo se constituía, atomizaba, rotaba y disgregaba de forma totalmente orgánica, como suele ocurrir en los eventos multitudinarios –es una cuestión instintiva, al parecer-. Bailamos hasta que nos dio puntada, alternando entre la gran fiesta al son de la brass band en la escalera, el grupo de gorilas con banda sonora de Queen en uno de los corredores techados frente al río, el viejo puente de madera y las frioleras españolas de Almería –sorprendentemente, primeras en abandonar la misión-,

to be continued...

domingo, 22 de febrero de 2009

The awfuly charming, brilliant, wicked city (village) of Basel

He llegado a Basilea, a la casa de un amigo. Amigo, es decir: él y su novia se alojaban en el hostal de Veliko Tarnovo (Bulgaria) al que llegué el año pasado por obra y gracia del taxista que hablaba español (esa es otra historia). Mi vuelo de Ryanair llegaba hasta acá, y resultó que él vivía acá -es decir, específicamente en esta ciudad de Suiza-. Me había vuelto a contactar con él por si podía alojar a la Ronit, y resultó que terminó alojándome a mi. Mañana vamos a Lucerna, ciudad en que creció, para el carnaval.
Julian Schmidli vivió en Chile, creo que por un año, entre 2004 y 2005. Habla español bastante bien, y ese dialecto extrañísimo que es el alemán suizo -parece que incluso hay diferencias lingüísticas importantes entre ciudad y ciudad-. Vive en un piso con dos amigos, dos amigos que trabajan como modelos desnudos. Su novia, Christina -a quien conocí también en Veliko Tarnovo, pero que añora está enseñando ski a niños en las montañas- vive relativamente cerca, en casa de sus padres. Trabaja como periodista para una revista de música, por lo cual posee una considerable colección de discos.
Ahora vamos a cocinar Raclette, luego de un sightseeing tour por Basilea, muy corto: la ciudad, según ellos, tiene 170 mil habitantes. Ni tres veces el Nacional -de hecho, como hoy había futbol, nadie se veía en las calles: en el estadio hay lugar para casi todos-.

sábado, 21 de febrero de 2009

Itinerarium

Como se habrán dado cuenta, las publicaciones de este diario no están precisamente en orden cronológico (no coincide la fecha de publicación con la de los sucesos relatados). Por tanto, este apartado puede resultar de utilidad.

29 de enero: llegada a Madrid.
30: Madrid.
31: Madrid/Salamanca. Encuentro con Ronit.
1 de febrero: Salamanca/Madrid.
2: Madrid.
3: Madrid/Porto.
4: Porto/Coimbra.
5: Coimbra/Lisboa.
6: Lisboa.
7: Lisboa.
8: Lisboa/Sintra/Lisboa.
9: Lisboa/Faro/Sevilla.
10: Sevilla (/Madrid en el bus nocturno)
11: Madrid/Milán/Colonia.
12: Colonia.
13: Colonia/Berlín.
14: Berlín.
15: Belín.
16: Berlín/Hamburgo.
17: Hamburgo.
18: Hamburgo/Londres.
19: Londres.
20: Londres.
21: Londres. Bar-Mitvah de Alejandro.
22: Londres/Basilea.
23: Basilea/Lucerna.
24: Lucerna/Ginebra/Lyon/Marsella/La Cadière.
25: La Cadière.
26: La Cadière.
27: La Cadière.
28: La Cadière.
1 de marzo: La Cadière/Marsella/Montpellier/Barcelona.
2: Barcelona.
3: Barcelona.
4: Barcelona.
5: Barcelona.
6: Sevilla.
7: Sierra.
8: Sierra.
9: Sevilla.
10: Sevilla.
11: Sevilla.
12: Ronda.
13: Sevilla.
14: Marchena.
15: Marchena.
16: Sevilla.
17: Sevilla.
18: Sevilla.
19: Madrid.
20: A Coruña.
21: A Coruña.
22: A Coruña.
23: A Coruña.
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jueves, 19 de febrero de 2009

Mind the gap!

So, finally arrived to London, a casa de la familia inglesa. Modestia aparte, el festejado se mostro feliz de verme. Y su hermano tambien, lo que significa que en dos anyos mas me vengo de nuevo. Suena tentador, terriblemente tentador quedarse; efecto dramaticamente acrecentado por el contraste termico -hoy por hoy hacen unos muy agradables diez grados-. Estos dias ayudare a MJ con todos los preparativos para el gran dia: esta manyana, por ejemplo, fuimos a por las flores como todas unas mrs Dalloways.

El puerto del Elba

Hamburgo. Un día, un día solo, un día de sol después de la nevazón gris y del envenenamiento-gripe. Nos hospedó una profesora de música de edad madura, que enseña en su casa a niños de preferencia muy pequeños, aprendiz de lenguas compulsiva –en los últimos años, polaco y hebreo; pero ya sabía inglés, latín, francés, español y ruso, aparte del alemán-, “not very houswifey” –me parece ver en ello el futuro de “alguien”-, marido trabajando en Bonn, hija estudiando en Berlín creo, hijo misántropo que apenas ve. Con lo cual hay casi siempre gente de Hospitality Club alojada en su casa. Ésta queda en lo que parece un suburbio acomodado de Hamburgo –casa de dos o tres pisos, todas con jardín, todas sin verja-, cerca de la estación Kuprunder. Tiene un perro muy peludo, muy simpático y muy bien educado, Kutya (ni idea cómo se escribe, pero significa perro en húngaro); y un gato que casi nunca vi. Cocina muy bien, me recomendó algunos libros para empezar a aprender piano otra vez –Fur Kinder de Bartók, Para Magdalena de Bach, uno de Schumann también para niños y un cuarto cuyo autor no recuerdo- y además me regaló otro de un pianista que aprendió sin sufrimiento –abrazo la esperanza de que Elena Weiss y su método tengan una responsabilidad considerable en mi temprano fracaso pianístico: habrá que ver cómo me va con este material, supuestamente tengo para dos años-.
Hamburgo. O mi abuelo tuvo un serio lapsus, o la ciudad realmente se transformó desde su última o única: me dijo que era horrorosa, Ronit y yo la encontramos bellísima. Digo, se deja ver: el puerto en el río Elba, los pequeños canales interiores y sus puentecitos, los dos lagos, las iglesias varias –todas típicas alemanas, con esas altísimas cúpulas cónicas facetadas, de preferencia oscuras-, el Ayuntamiento (la palabra en alemán resulta curiosa: Rathaus), algunas fachadas aholandesadas que sobrevivieron o fueron reconstruidas. Y claro, tiene cosas horrendas como un Burguer King pegado a la fuente de Mönckebergstrasse, fuente que figura como imperdible en todas las guías sobre la ciudad. Pero horrores hay en todas partes; y la vista del atardecer arrebolado, contra el lago pleno de gaviotas y las cúpulas más allá, inclinan la balanza muy hacia la belleza, creo yo –cito a Umberto Eco aquí y que valga para todo lo demás: un cliché molesta, muchos emocionan; confieso que la frase la leí citada a su vez en un artículo sobre Lisboa, en la Revista del Domingo mil años atrás-. Frío más llevadero que en Berlín, para mí al menos: húmedo, muy ventoso al atardecer pero húmedo.
Despedida. Difícil es partir, separarse de los compañeros en un determinado cruce de caminos, en especial si se encuentra uno a gusto en su compañía. Pero llega la bifurcación y es un alivio. Roniti sigue al sur, Suiza e Italia, haciendo un pequeño desvío para conocer el pueblo de su abuelo. No sabe alemán, en inglés se bate con dificultad, no consigue leer los mapas, y nunca ha gestionado sola un hospedaje en HC. Pero tiene voluntad y energía de sobra para sobrevivir a la aventura. Era mi intención acompañarla, pero luego de diecisiete días he abortado la misión declarándome incapaz de seguir. Difícil es explicar, aún más hacerse comprender. Pero finalmente ha quedado todo claro, o por lo menos todo lo posible, y nos hemos despedido. Si quiere venirse a los cuarteles de invierno está invitada, no creo que lo haga empero. Ha dicho que el veintiocho me acompañará –estaré en Aix en Provance, queda en su trayecto hacia España-. Eso es más probable.

Instantaneas de tren

Bremen. Casitas pegadas de tres pisos y aguas pronunciadas, con frecuencia de colores, distintos pero no demasiado. En algunas sobreviven los balcones y marcos originales –supongo que originales: se ven un tanto barrocos, pero blancos, todo lo barrocos que la mesura permite-. A partir del fugaz vistazo que mi ventana me permite, imagino una ciudad limpia, ordenada, donde la vida es muy sana pero nunca pasa ná. Es una completa arbitrariedad, claro, pero la dejo registrada.
Prado, hileras de árboles, molinos de viento.
Otra ciudad: como Bremen pero sin los balcones. A la salida, casitas muy muy pequeñas, pero limpias. Ahora, bosque de pino, pero de replante.
Una chimenea enorme. Justo al lado una más estrecha. Ambas arrojan humo blanco, pero no dejan de ser sospechosas. En los alrededores, casas de campo bastante grandes.
Dortmund. Blocks de concreto –sin chiste ninguno: ni siquiera son comunistas-, algunos con techo de dos aguas, de colores pálidos y ventanas sin marco. Dos o tres puntas de bronce oxidado desperdigadas por ahí denotan iglesias. Tiempo a sortie: nubosidad alta sin viento. Estación ataviada de riguroso gris. Otra punta verde, ahora el vagón vecino deja ver lo que hay abajo, una angosta torre de ladrillos.
Más bosque, ero ahora de hoja caduca y al parecer autóctono. Un pequeño lago se extiende paralelo a la vía. Una carretera hacia el otro, y detrás un palacete de un amarillo deslavado. Los árboles de los sitios “civilizados” están podados tan fatalmente como en Chile: parecen muñones. Pasamos una villa junto a un río, tiene su encanto, torres con reloj, casas muy grandes, algunas como el cliché de casa embrujada del bosque europeo; la madera muy avejentada, el techo muy en punta, las ventanas muy en punta y las ramas de los árboles muy avejentadas. La villa está cerca de Hagen, a cuya estación acabamos de llegar.
Montañas. Bosque y pueblos de próspera apariencia.

Lubeck no es Hamburgo

De puro idiota me pasó: ante un paréntesis de significado desconocido lo único sensato es preguntar. Pero no, a la niña no le pareció necesario detenerse en el enigmático (Lübeck) a la derecha de Hamburg, y ello le significó perder el vuelo a Londres –Lübeck es una pequeña ciudad a 60 kilómetros de Hamburgo, una hora y media como mínimum minimorum desde el aeropuerto: no llegaba ni con el favor de todo el Olimpo-. Pobre ingenua, Fernandita se dirigió hacia algunas de las aerolíneas que sí operaban en aquel lugar a ver si podía enmendar el error dentro de lo razonable. Quinientos y pico euros por lo bajo.
Entonces, he recurrido al plan B: amortizar el inmortal boleto de Eurail y viajar entre Hamburgo y Colonia, Colonia y Bruselas, Bruselas y Lille, Lille y Londres. Hora estimada de arribo: siete y media de la tarde -por avión, plan original, diez horas antes-. Aparte de la espera en las conexiones, los trenes que hay no son directos: este mismo es lo que yo llamo un caletero, que tarda cuatro horas en cubrir xxxxxx kilómetros. Pero bueno, este plan también tiene sus ventajas: mesa, corriente eléctrica, vista privilegiada de la campiña europea en un día hasta ahora soleado –hasta aquí vamos bien, decía el pavo mientras picaban el apio-. En este momento el paisaje es bosque de pinos bajos, apenas con restos de nieve en el piso. La mesa es para cuatro, habemos solo dos, y el otro también trabaja. A mi lado, tres alemanes regordetes, rubios y de cabeza afeitada comen y hablan con cierta animación; pero al no comprender una palabra de lo que dicen su conversación no es más que un lejano sonsonete –en términos gestálticos: fondo-. Tengo además audífonos y música a destajo. Como diría (como hubiera dicho) Rafael: raya pa la suma, al final la equivocación fue casi para mejor.

Koln

Once horas de tren desde Milán. Nieva. Casas pegadas unas a otras, absurdamente estrechas, de aguas en ángulo agudo. A veces de colores. A veces. A mi amiga este sector le recuerda a Polonia. Luego el centro, lleno de colores y tiendas, le resulta mejor. A mi no, salvo por las iglesias incrustadas entre medio. La primera a la que entramos, Apostelkirche, fue reconstruida casi por completo (una fotografía la muestra ya terminada en 1960). El trabajo que hicieron con los vitrales es, a mi juicio, lo más notable: en lugar de intentar una imitación –como la horrorosa pintura del techo del Teatro Colón, por ejemplo-, los diseñaron otra vez a base de irregulares rectángulos, en tonos grisáceos, violáceos, blancos y negros, dispuestos verticalmente. El efecto: las ventanas siguen estando trizadas, las cicatrices no se disimulan. Como en toda la ciudad. Como en toda Alemania, al parecer.
Nieve, nubes y sol, alternativamente. Digo esto porque mi ridículo diccionario, “Alemán de viaje”, dedica uno de sus primeros apartados a “hablar del tiempo”: “was für ein scheussliches Wetter!” (averigüen qué significa). El Dom (Catedral) es la más grande construida en Alemania. Gótica, de fachada ennegrecida, sus cúpulas dentadas aparecen a la vista prácticamente en toda la ciudad. Tres órganos: los hacen sonar los domingos, y hoy es jueves. Pero hoy jueves había también un ensayo de la filarmónica: tocaron a Schönberg, algo al parecer temprano porque se dejaba escuchar bastante bien (a mis retrógrados oídos). La interpretación daba gusto: ¡ah!, bendita disciplina germánica –y bendita calidad de los instrumentos, seguramente-.
El Rihn. No diré más: suficiente con la cursilería de Portugal.
El museo Ludwig de arte moderno. Entré sola: las diferencias de gustos se vuelven cada día más patentes. Está la obra “Azul de medianoche” de Barnett Newmann: una tela azul con una línea celeste a la derecha y una franja blanca a la izquierda, que al par de segundos de contemplación comienza a moverse. A moverse, y es muy, muy desagradable. Y en la misma línea, hay otro de unas franjas horizontales con amarillos abajo, rosados al medio… el caso es que ese decididamente ondea, y da náuseas –me perdonarán, pero esta vez olvidé mi libreta-. Luego, súbitamente, en una sala que nada tiene que ver con él, aparece un cuadro de Kokoschka: retrata la misma vista que se ve por la ventana, pero al revés –si se traza una línea desde el cuadro hasta el punto desde donde está retratado, que algún nombre técnico debe tener, y se sitúa allí un espejo, podría verse reflejada la imagen que el cuadro retrata-. Una animación que me encantó. Unas instalaciones que no entendí, como siempre. Abajo, la colección (x), con Nolde, Mark, Dix, un Chagall, más Kokoschka, Ernst y otros. “Mujer contemplativa en el mar”: yo. Y la última sala que vi, “Recogiendo champiñones”: beatniks, funk, minimal, hippies… una colección de fotos, afiches, libros y cosas varias que podría haber tenido más nueces que ruido, pero no me pareció que las tuviera.
En fin. Nos hospeda una pareja, Christa y Stefan, ella es como veinte años mayor que él, tienen la casa repleta de plantas y de libros. Ahora escribo en un café, Ronit camina, y ansío llegar a la casa a conversar con la señora: es de Sigisoara, y quiere ver mis fotos. Mañana partimos a Berlín.

El adaptador europeo

Soy más escritorzuela que viajerilla. Olvidé mi adaptador en el counter de Ryanair. Me di cuenta pasado el control de equipaje de mano. Para salir, había que pasar por la aduana y dar unas vueltas por atrás medio dudosillas. Opté por la solución de niñita mimada y/o de sudaca respetuosa –lameculos de la omnipresente autoridad- y compre otro en el duty free. No servía para los enchufes del aeropuerto. Reclamé: Me dijo usted que funcionaba en toda Europa, No dijo que lo quería específicamente para el aeropuerto, Yo asumo que el aeropuerto de España está dentro de Europa. Pues no, que era problema de AENA, que estaba correctamente vendido, que no estaban autorizados a aceptarlo de vuelta abierto ni tampoco a prestarme sus enchufes –en los que si servía-.
Furiosa, luego de pasearme por informaciones, los baños –donde supuestamente había enchufes de uso público- y dejarme humillar por la implacable retórica de las vendedoras, salí a la aventura; preparada para correr, empujar, y llorar con el fin de no perder el avión. Nada de eso, quince minutos después estaba de vuelta en mi rincón, con mi adaptador europeo comprado en tienda china, y mi inútil artefacto comprado donde no sirve. Y triunfante: tenía mi anécdota y dónde escribir. Imaginen la cara de Ronit medio dormida cuando llegué.

Barajas

Con esto de los vuelos baratos dentro de Europa –y con barato me refiero a 5 euros-, el aeropuerto parece una plaza repleta de mendigos. Y no me excluyo: noche en autobús, metro, horas de espera, sentada en el suelo escribiendo junto a un enchufe. Mucha gente pasa la noche aquí, acurrucada sobre las bancas o a pata suelta en los rincones, con la cabeza sobre la mochila, y a veces incluso dentro de un saco de dormir. Lugares públicos que ya no son urbanos: de ciudadanos pasamos a usuarios, tomándonos cada uno cualquier efímero metro cuadrado, como si estuviéramos solos en nuestro cuarto y en piyama. Allá el vecino con nuestro hálito a noche en autobús.

Sevilla visto desde Barajas

Olá otra vez, fieles o hipócritas lectores. El aeropuerto de Barajas y sus enchufes me brinda la oportunidad de escribiros. Eso, y nuestra imprecisión en los itinerarios; imprecisión a su vez motivada por las absurdas diferencias tarifarias –¿que nuestros boletos de Interrail no incluyen el AVE?, pues hala, al autobús nocturno, que para eso tenemos veintidós años-. El caso es que aquí me encuentro, provista de café y de Gregorio –fiel compañero: hace dos meses que no soy capaz de garabatear una sola línea a lápiz- con aproximadamente cuatro horas de espera por delante.
Hemos estado en Sevilla, en casa de mis tíos. Os acordaréis de Luis, me imagino: su Pinoccio todavía vive, sentado a la vista en un estante del despacho. Hemos estado en Sevilla, atendidas como por andaluces: idas a buscar al autobús desde Faro; llevadas de paseo, de tapas y de copas por el barrio Santa Cruz; alojadas en el cuarto de huéspedes, con sábanas, toallas y demases; dadas de desayunar como los dioses al día siguiente; acompañadas y ayudadas en todos los menesteres de viajeras –ambos se tomaron libre el día-; llevadas de copas otra vez, con un grupo de amigos.
Sandra, cariñosa y hosca a la vez –española, en una palabra-, modo que descolocó a Ronit un tanto. Dicen que nos parecemos, o al menos mi amiga dice que nos parecemos: no sólo por lo asertivas, o pesadas si quieren, sino en ciertos rasgos, ciertos gestos, cierta manera de mirar. Seré Aguado: por algo me siento tan en mi casa por estos lares. Luis en tanto, con casi treinta kilos menos –en serio, abuelos, no exagero: hasta guapo se ha puesto-, cálido y burlón como siempre, mostrando orgulloso sus múltiples chorradas -colección de libretas, paraguas, relojes, diversos artilugios raros y, últimamente, música en MP3: tiene para tres meses de escucha ininterrumpida-. Evidentemente volveré una temporada, diez días al comienzo de marzo o algo así.
Ah, me corté el pelo. Sí, como cualquier mujer, me corto el pelo cuando quiero marcar hitos en mi vida. Todo en la vida es un lugar común –como este mismo-, no lo olviden. Parezco vieja, santo dios.
Qué más de Sevilla. Ciudad plana, a diferencia de todas las anteriores, es esta una ciudad plana. Primera vez que la veo con naranjas. Primera vez que la paseo sin un calor horroroso: se aprecia bastante mejor. El barrio de Santa Cruz, testimonio de la influencia mora, con sus callecitas de dos metros de ancho y casas revestidas de azulejos hasta la mitad; la conocidísima Giralda, torre más alta de la Catedral, construida el siglo XXII y renacentizada el XVI, ahora con unas esculturas bastante feas expuestas alrededor, temporalmente por fortuna; el Archivo de Indias; la antigua tabacalera, donde supuestamente trabajaba la Carmen de Bizet; la Plaza España, escenario del Episodio I de La Guerra de las Galaxias –creo que era el hall de entrada de Naboo, o algo por el estilo-.
Y casi nos quedamos un día más. En la confusión de viajar a la 1 AM, Ronit y Sandra compraron el billete para el día siguiente –o sea, esta noche o la madrugada de mañana-. No sé por qué el chofer no se rió a carcajadas: sólo sonrió, y nos dijo que aguardáramos a ver si no iba lleno. Mi amiga palideció; a mí, francamente, me dio lo mismo. En diez minutos de espera, llegó a decir que era aquello una pesadilla. A mí seguía dándome lo mismo –no lo repito por una especie de orgullo de pseudo yogui chamánico new age aficionado: sólo me impresiona lo indolente que uno se va poniendo ante casi todo, un casi muy importante, pero casi todo al fin-. Justo dos plazas libres. Mi amiga con cara de súbito y profundo alivio. Por mi parte, me limité a sonreír.

domingo, 15 de febrero de 2009

La película neerlandesa

Sigue nevando. Acabamos de ver la última película del Festival de Cine de Berlín: "Kan door huid heen", de los Países Bajos. Empieza, en holandés y los subtítulos en alemán -en la boletería nos dijeron que estos eran en inglés-. Ya estábamos allí. Total que no fue tan terrible: era tan buena que el no entender los diálogos le daba incluso mayor interés. Una chica que, luego de sobrevivir a un intento de violación y homicidio, compra una casa medio destartalada en el campo y se va sola. Etcétera, pero un etcétera de cine europeo. Y con subtítulos en alemán.

Enferma

Qué puede ser peor que estar enferma en una ciudad nevando? Estar enferma en una ciudad nevando hospedada en una casa a cuya ocupante no hemos visto y haber gastado las únicas energías del día en visitar un palacio barroco. Ahora estoy en un café cursilísimo en que hay Internet, mientras mi amiga pasea bajo la tormenta de nieve. No he tenido fuerzas para visitar el museo del muro, por ejemplo, ni otro ninguno: o las berenjenas de ayer me produjeron un cortocircuito general, o me adjudiqué una de esas gripes malditas que descomponen el estómago.
Manyana partimos a Hamburgo y, en unos días me voy a Londres al Bar Mitvah de Alejandro. Como era de suponer, abandono las aventuras en busca de tranquilidad: luego parto al sur de Francia, a Aix-en-Provence, invitada por mi familia londinense. Es decir, en unos días abandono a mi companyera: los jóvenes al mundo y los viejos al asilo.
Berlín, como decía ayer, es una ciudad enorme. Los mapas ponen una de cada cuatro calles: las distancias reales -a pie- resultan absurdamente grandes en proporción. Ayer fuimos desde Kleistpark (nuestra "casa") hacia la iglesia decapitada: resulta que fue construida en memoria del Kaiser Guillermo I por orden de su nieto, Guillermo II. Por tanto, resultó desde el comienzo un sitio polémico, y hoy un emblema de las cicatrices de guerra. No se reconstruyó: se edificó un nuevo templo moderno integrado a la torre en ruinas; un templo luterano con miles de vitrales azules, donde actualmente oficia misa una mujer. Lo sé porque en la tarde volvimos allí a escuchar una cantata de Bach que estaba anunciada. Lo que no anunciaban es que había que oír la misa primero -en alemán, por fortuna-.
Fuimos también a caminar por los Tiergarten, pasando por la torre del ángel dorado y el Parlamento otra vez, y luego al museo judío. Es, lo que se dice, un museo ineractivo; donde el disenyo itself invita a recorrerlo. Sin embargo, me sentía tan a morir que no vi nada.
Me estoy aburriendo. Hasta pronto.

viernes, 13 de febrero de 2009

Berlín 1

Hipócritas lectores:

En el primer mundo, las zonas de wi-fi brillan por su ausencia y los equipos de los cybercafés tienen un word del anyo (para los que no me leyeron el anyo pasado: en los teclados no hispanohablantes hay que inventarse una enye) de la cocoa. Resultado: hay en mi computador relatos de varios días, y no he encontrado manera de subirlos. Por tanto, tendrán las noticias atrasadas apenas sea posible, y mientras tanto publicaré las que vaya escribiendo sobre la marcha (es decir, en ún computador con Internet).

Esta tarde llegamos a Berlín. Vinimos en tren desde Colonia: cuatro horas y pico, todo nevado, ciudades, tierras cultivables, bosque de hoja caduca y coníferas. A lo largo de todo el trayecto, el cielo estaba cerrado de nubes o nevando. Sin embargo, una media hora antes de nuestro destino, se abrió. Y der himmel über Berlin -divisé la cúpula decapitada de la película- nos recibió azul.

La estación parece una central espacial. Creo que nunca me había sentido tan de San Rosendo. Gigantesco casco de vidrio, cinco pisos de escaleras mecánicas, todas a la vista simultáneamente (se dice una construcción con aire, o acabo de inventar el término?) diez andenes en el subterráneo, el metro que pasa por arriba, por la última planta, sólo boleterías automáticas, ascensores transparentes, tiendas, toda la oferta de comida rápida que uno pueda imaginar, y blanco, blanco, blanco. Y todo en alemán.

Eran las tres y media de la tarde. Nuestro hospedero nos recibiría a las seis. Cuando salimos un poco del estado de atonishment (atonicismo o atonicisidad suena muy mal), salimos también de la estación. Todo en Berlín es vasto. Como llegó diciendo Oscar después de venir: falta gente para llenarla. Cruzamos hacia el edificio del Parlamento -la misión es entrar manyana por la manyana: hoy había una cola enorme-, que queda frente a una explanada de pasto y cemento y junto a la Torre de Brandemburgo: todo en dimensiones colosales. En el camino, chocamos con un primer trozo del Muro. Senyales en la vereda marcan todo el trayecto original. En la plaza frente a la Torre, un grupo hacía una demostración de Break Dance. El frío nos dejó pegada la sonrisa. Más adelante, el monumento a las víctimas del Holocausto, contiguo a la calle Hannah Arendt. Y después, la Postdamerplatz y el Sonycenter; sede del Festival de Cine de Berlín, que termina este domingo. Sacamos entradas para una de las tres películas que quedaban -luego les cuento qué tal-. Y de vuelta a la estación.

Encontramos la casa de nuestro hospedero una hora y media tarde. Difícil orientarse en el metro, y además perdí el papel con la dirección -por qué me lo pasan a mí-. Johen es una especie de Ozzy Osbourne con estatura de alemán y chaleco ecuatoriano -para mis abuelos: pelo largo tenyido de rojo, pantalones de cuero negro y cadenas, dientes curiosos-. La pieza de él está en un piso, la ducha y la pieza de alojados en otro, el WC en otro. Llenas las paredes de afiches, postales, dibujos, fotos, chapitas, botellas, panyuelos, libros, equipos, videos. Ronit se asustó con un afiche nazi, yo la tranquilicé con los dibujos de Marx y Stalin en la puerta. Después de recibirnos y conversar muy jovialmente, comenzamos a caer en la cuenta de que al día siguiente partía de viaje, que en unos minutos debía partir a una cita, que la chica de abajo con quien compartiríamos cuarto no estaba en casa y no estaba avisada de nuestra visita, y que a su vey podía tener ella misma sus visitas en los próximos días. Es decir, no sabemos si tendremos casa manyana (don´t worry, papá: la oferta de hostales es grande).
Desconcertadas salimos a la calle, Ronit furiosa y yo con mi indolencia habitual. Luego de deambular a la espera de que ella volviera en sí, nos sentamos en un restorán hindú: toda una experiencia brahmánica. Luego entramos a este cybercafé. Manyana, si todo va bien, tendremos Berlín a nuestros pies.

jueves, 12 de febrero de 2009

En Colonia....

Queridos lectores, lo prometo: hoy subo todo lo que he escrito hasta ahora...

jueves, 5 de febrero de 2009

Influencia de Ronit en mis aventuras...


Lisboa 1


Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa. Creo que es cierto. Vocé não é etrangeira, tem suas raízes aquí. Creo que también es cierto. Relatos de mi abueli, lecturas del Libro del desasosiego y de varias novelas de Saramago hacen de esta una ciudad conocida. Y sin embargo, o por lo mismo, plena de encanto (ya dije que Portugal me ponía cursi). En un momento, Ronit me hizo notar que no había dejado de repetir "estamos en Lisboa", como si aún no me lo creyera.
En 1755, un terremoto -se calcula que fue grado 9 en la escala de Richter- destruyó casi por completo la ciudad. Al parecer, tuvo grandes implicancias políticas y filosóficas -autores como Kant y Voltaire, nada menos, emprendieron importantes disquisiciones intentando explicárselo-. Como fuere, dice Saramago en Viaje a Portugal -no puedo evitarlo: mi espalda sufre esta compulsión de acarrear libros- que el terremoto no sólo fisuró el suelo, sino el alma misma de los lisboetas. Se ven los estragos, claro: una geografía rarísima y una arquitectura que la acompaña -otra vez Valparaíso-. Y aquí sí los tranvías son de verdad. Y hay también una especie de micro acuática; digo, transporte público por agua. Mañana o pasado lo tomaremos, a ver donde nos lleva desde el Terreiro do Paço. Mañana también saldré a buscar el café do Brasil, que frecuentaba Pessoa, y la plaza en que está la estatua de Camões.
Ahora estamos en un hostal en la Baixa (centro, cerca del muelle), mañana nos trasladamos donde otra alma caritativa. Estamos en un auténtico hostal: un gringo se ha sentado junto a mi en el sofá, sin saludarme ni aun después de múltiples codazos. Ocho en total: se han instalado ruidosamente donde Ronit y yo escribíamos desde hacía rato y al parecer nos han tomado por parte del mobiliario. Ahora recibo ligeras pataditas de uno que tengo enfrente. En la esquina, una chica se ha solazado hablando de "los judíos". El agua no funciona en la cocina, y hay que ir a por ella a los baños del cuarto piso. Pero está perfecto: wifi, desayuno y servicio de lavandería (awasome) incluidos, baños limpios, dependientes agradables.
No sé qué más decir: estos seres están logrando acabar con mi genio. Es tarde, además. Hoy -ayer ya, parece- estuvo de cumpleaños mi padre. Y el 4, Oscar. Felicidades para ambos.
A veces agrego cosas en las entadas pasadas: revísenlas si quieren.

Portugal me pone cursi (lectores, perdonadme)

Coimbra. Segundo día en Portugal, con una lluvia intermitente y extremada, de esas que mojan de veras, sin paraguas –abandonar paraguas se ha vuelto una suerte de costumbre involuntaria-, con mi amiga. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: un cansancio insufrible –como un gnomo deforme y chillón- se cuelga a ratos –más ratos de los que yo quisiera- sobre mis hombros y a duras penas consigo seguirle los pasos a Roniti, la grácil pirinola. Llevamos un ritmo de trotamundos –de turistas más bien- cambiando de sitio cada día, acarreando maletas –benditas ruedas, y maldita permeabilidad de todo bajo este cielo-, durmiendo poco. Solía ser este mi pulso ideal, el único que concebía: hoy, parece, no lo es tanto. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: mucha agua ha corrido bajo el puente.

En medio de dicha vorágine, era de esperarse que no escribiera. Mapas, guía Michelín y Lonely Planet, horarios de trenes, buses y museos y, especialmente, coordinación de hospedaje: no siempre se consiguen almas caritativas dispuestas a alojarte sin recibir nada a cambio (Hospitality Club). Con todo, ayer tuvimos suerte: un viajero empedernido –tenía en la sala un enorme mapa con chinches marcando cada lugar que había visitado: rojo para una sola estadía, verde para dos o más- y ávido coleccionista de fósiles, piedras, conchas, arenas del Sahara y otros hierbajos nos recibió en su confortable (confortavel) departamento en Matosinhos, a las afueras de Porto. Pedro: un moreno casi guapo con quien me entendí perfectamente en portugués –para mi asombro-, y que comprendió el español de mi amiga perfectamente también. Trabajaba al parecer en una empresa programadora de mapas (muy a sortie) y tenía ciertos ademanes danzarines al moverse. Nos dio a probar vino de Oporto –aprovechando mi rechazo a los vinos dulces, Ronit se bebió mi copa- y desayunó con nosotros a la mañana siguiente.

Las calles de Oporto tienen eso que mi padre llamaría “resabios de antigua opulencia” –las de Coimbra también, acaso con mayor exageración-. Adoquines, paredes de azulejos –las más impresionantes están al interior de la estación de trenes-, tranvía que hoy es mero simulacro, absurda profusión de iglesias: necesario es conciliar la opulencia con la “espiritualidad”, dicen por allí; muchas de ellas son del siglo dieciocho, incluso en Porto hay una más antigua a la que se le adosó una especie de siamesa barroca en esos años. Aire de mar. En la Ribeira, restoranes y locales de artesanía absolutamente desérticos –y un local de aceitunas de los dioses-. Un puente diseñado por Eiffel o sus secuaces. En la otra orilla, las bodegas que no visitamos –suficiente tuve con Veramonte y Morris Berman camino a Valpo a fin del año pasado-. El único vestigio de los antiguos muros de la ciudad se llama Torre Fernandinha. En el jardín botánico, araucarias, magnolios y rododendros en flor –de un tamaño que jamás había visto: verdaderos árboles, y grandes-, pavos reales, patos, un gallito de la pasión que se acercó a nosotras sin ningún miedo. Lluvia a baldazos.

Eso fue ayer. Hoy –que a estas alturas también es ayer-, en Porto todavía, intentamos ver la Sinagoga, emplazada evidentemente en un barrio “bien”, cerrada; y luego fuimos al mercado de Bolhão. Encantador como todo mercado, lleno de frutas, pescados, flores y viejas; además de gallinas, panes, animales descuartizados y uno que otro puesto para comer. Sardinas fritas, con cabeza y todo, y un barrilito de huevo mol: placeres en que no me acompañaron –la comida local, empero, son las tripas; he ahí que a los porteños los llamen “tripeiros”-. Sabores de infancia: unos conocidos, otros imaginados a fuerza de tanto oírlos nombrar. A la salida encontramos a un hombre relativamente viejo, de ojos muy negros, rostro enjuto y boina, que nos condujo hacia la estación de buses; así sin más, hablándonos todo el camino, guía espontáneo de su bienamada ciudad. Empleado de una confitería, había estado en Brasil y Argentina: por poco no alcanzó a visitar Chile.

A Coimbra tardamos como hora y media, por un hermoso camino que el sueño casi no me deja ver para nada: secundábamos los bosques de Bucão. Nos alojamos en una residencia, en un pequeño cuarto con un ropero encantador, dos camas, un lavamanos y un intrigante bidet donde intento saciar mi hambre de escritura –preludio de los anhelados cafés de Lisboa-. Coimbra es conocida por su universidad: muy antigua, pero operativa. Entramos tránsfugamente a la facultad de derecho –el trade mark: una maravilla, la fachada, los azulejos bastante bien conservados, los bancos de madera oscura en los auditorios, etc, etc- y luego a la de letras –la versión b-. Está literalmente en la punta del cerro; rodeada de unas calles muy estrechas y muy torcidas y de mucha pendiente, presidiendo todo un conjunto de edificaciones en desnivel –sí, se parece a Valparaíso, pero en versión miniatura y antigua y limpia-. Más iglesias, balcones, ropa tendida, un café con vitrales a la entrada. Completamientre muerta a las nueve de la noche.

El idioma. Oír –y hablar- portugués es un viaje de regreso –alivio y dolor, desazón y sosiego-, es la cama de mi infancia donde mis abuelos, es la voz de mi bisabuela, caricia en los oídos antes de dormir, en su lengua. Leve, tan profundamente leve su cantar. Aire.

Salamanca - Madrid

“La autopista del sur de Cortázar” + “El resplandor” de Stanley Kubrick = Ronit y yo en el bus de detenido horas de horas en un bar de carretera por culpa de un gigantesco atasco por culpa del volcamiento de un gigantesco camión por culpa de una nevazón igualmente gigantesca.
Lo anterior + una comitiva de gitanos en mudanza = Ronit y yo yendo a dejar la maleta de ella a la casa de una conocida de su padre en un lugar desconocido de Madrid en medio del granizo y el agua nieve sin ascensor ni escaleras mecánicas en el metro.

Salamanca


Frío de los diablos.
Una tarde y una mañana y nos despachamos la ciudad. Ilustre por su Universidad, la más antigua de España, por cuyas aulas pasó Fray Luis, Salinas, Santa Teresa y el mismísimo Cervantes –me senté en su banco, así entra bien por, los oídos-: allí se publicó por primera vez El Quijote. Goza de una biblioteca inverosímil –va la foto-, unos techos repletos de adornos, conserva los bancos originales en que los alumnos oían a Fray Luis y todavía cumple sus funciones –el edificio principal se utiliza para seminarios, actividades extraordinarias, etc-. Pero claro, quod natura non dat
Descubrimiento inesperado: el huerto de Calixto y Melibea –lugar de encuentro de los protagonistas de La Celestina: ecce la ficción hecha realidad-. Efectivamente está sobre los techos: ciudad en desnivel. Otro: el río que baña la ciudad es el Tormes.
Fuimos también a las dos catedrales, al convento de San Esteban –donde Las Casas y los otros discutían y velaban por el alma de los indios-, a una exposición de arte chino –un poco fuera de lugar, pero allí estaba-, a otra de artistas salamantinos –un horror esperable-, a los puentes, a la plaza mayor con sus arcos, al bar con el piso más sucio que hallamos –dicen que son los mejores-. Observación: las bombas de bencina están curiosamente integradas a las fachadas antiguas.

domingo, 1 de febrero de 2009

Un catedrático de la Universidad de Salamanca (ayer pasamos por allí) canta a otro







Oda III "A Francisco de Salinas"

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos!

Fray Luis de León