jueves, 19 de febrero de 2009

Sevilla visto desde Barajas

Olá otra vez, fieles o hipócritas lectores. El aeropuerto de Barajas y sus enchufes me brinda la oportunidad de escribiros. Eso, y nuestra imprecisión en los itinerarios; imprecisión a su vez motivada por las absurdas diferencias tarifarias –¿que nuestros boletos de Interrail no incluyen el AVE?, pues hala, al autobús nocturno, que para eso tenemos veintidós años-. El caso es que aquí me encuentro, provista de café y de Gregorio –fiel compañero: hace dos meses que no soy capaz de garabatear una sola línea a lápiz- con aproximadamente cuatro horas de espera por delante.
Hemos estado en Sevilla, en casa de mis tíos. Os acordaréis de Luis, me imagino: su Pinoccio todavía vive, sentado a la vista en un estante del despacho. Hemos estado en Sevilla, atendidas como por andaluces: idas a buscar al autobús desde Faro; llevadas de paseo, de tapas y de copas por el barrio Santa Cruz; alojadas en el cuarto de huéspedes, con sábanas, toallas y demases; dadas de desayunar como los dioses al día siguiente; acompañadas y ayudadas en todos los menesteres de viajeras –ambos se tomaron libre el día-; llevadas de copas otra vez, con un grupo de amigos.
Sandra, cariñosa y hosca a la vez –española, en una palabra-, modo que descolocó a Ronit un tanto. Dicen que nos parecemos, o al menos mi amiga dice que nos parecemos: no sólo por lo asertivas, o pesadas si quieren, sino en ciertos rasgos, ciertos gestos, cierta manera de mirar. Seré Aguado: por algo me siento tan en mi casa por estos lares. Luis en tanto, con casi treinta kilos menos –en serio, abuelos, no exagero: hasta guapo se ha puesto-, cálido y burlón como siempre, mostrando orgulloso sus múltiples chorradas -colección de libretas, paraguas, relojes, diversos artilugios raros y, últimamente, música en MP3: tiene para tres meses de escucha ininterrumpida-. Evidentemente volveré una temporada, diez días al comienzo de marzo o algo así.
Ah, me corté el pelo. Sí, como cualquier mujer, me corto el pelo cuando quiero marcar hitos en mi vida. Todo en la vida es un lugar común –como este mismo-, no lo olviden. Parezco vieja, santo dios.
Qué más de Sevilla. Ciudad plana, a diferencia de todas las anteriores, es esta una ciudad plana. Primera vez que la veo con naranjas. Primera vez que la paseo sin un calor horroroso: se aprecia bastante mejor. El barrio de Santa Cruz, testimonio de la influencia mora, con sus callecitas de dos metros de ancho y casas revestidas de azulejos hasta la mitad; la conocidísima Giralda, torre más alta de la Catedral, construida el siglo XXII y renacentizada el XVI, ahora con unas esculturas bastante feas expuestas alrededor, temporalmente por fortuna; el Archivo de Indias; la antigua tabacalera, donde supuestamente trabajaba la Carmen de Bizet; la Plaza España, escenario del Episodio I de La Guerra de las Galaxias –creo que era el hall de entrada de Naboo, o algo por el estilo-.
Y casi nos quedamos un día más. En la confusión de viajar a la 1 AM, Ronit y Sandra compraron el billete para el día siguiente –o sea, esta noche o la madrugada de mañana-. No sé por qué el chofer no se rió a carcajadas: sólo sonrió, y nos dijo que aguardáramos a ver si no iba lleno. Mi amiga palideció; a mí, francamente, me dio lo mismo. En diez minutos de espera, llegó a decir que era aquello una pesadilla. A mí seguía dándome lo mismo –no lo repito por una especie de orgullo de pseudo yogui chamánico new age aficionado: sólo me impresiona lo indolente que uno se va poniendo ante casi todo, un casi muy importante, pero casi todo al fin-. Justo dos plazas libres. Mi amiga con cara de súbito y profundo alivio. Por mi parte, me limité a sonreír.

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