Las calles de Triana huelen a víspera. Cinco y media en la plazoleta de Santa Ana. Tres adolescente en bicicleta cantando no sé qué chanzas. Una pareja se detiene frente al campanario en restauración y levanta la vista. De camino, un viejo me ha enseñado cómo anidan las tórtolas en los naranjos. Los azahares, a punto de reventar, en medio de los preparativos de Semana Santa.
En un café, mientras leía, me encontró un ángel. El sitio estaba lleno. Un hombre me preguntó si me importaba compartir mi mesa. Venía con una señora, quizás su madre. La sentó frente a mí. Pelo blanquísimo, ojos azules con una luminosidad extraordinaria. “Qué linda”, dijo al hombre, y no me quitó los ojos de encima en todo el tiempo que duró su café con pastelitos. “Qué linda”, repetía ella de vez en cuando y yo abandonaba a Chomsky para devolverle una sonrisa. Al levantarse, se acercó y me dijo que rezaría por mí, por que me fuera bien. Me dijo “pediré a Dios por ti” con un hilo de voz, mirándome con una ternura indescriptible. Tomé su mano y le di las gracias.
Cruzando el puente de Triana, se ponía el sol. Desde el Paseo Colón y sus palmeras, en la ribera sur del Guadalquivir, vi un atardecer “de libro” contra los techos de Triana. Me llegó a dar risa: me sentía como en una especie de momento epifánico, dentro de cualquier película independiente norteamericana.
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