jueves, 19 de febrero de 2009

Koln

Once horas de tren desde Milán. Nieva. Casas pegadas unas a otras, absurdamente estrechas, de aguas en ángulo agudo. A veces de colores. A veces. A mi amiga este sector le recuerda a Polonia. Luego el centro, lleno de colores y tiendas, le resulta mejor. A mi no, salvo por las iglesias incrustadas entre medio. La primera a la que entramos, Apostelkirche, fue reconstruida casi por completo (una fotografía la muestra ya terminada en 1960). El trabajo que hicieron con los vitrales es, a mi juicio, lo más notable: en lugar de intentar una imitación –como la horrorosa pintura del techo del Teatro Colón, por ejemplo-, los diseñaron otra vez a base de irregulares rectángulos, en tonos grisáceos, violáceos, blancos y negros, dispuestos verticalmente. El efecto: las ventanas siguen estando trizadas, las cicatrices no se disimulan. Como en toda la ciudad. Como en toda Alemania, al parecer.
Nieve, nubes y sol, alternativamente. Digo esto porque mi ridículo diccionario, “Alemán de viaje”, dedica uno de sus primeros apartados a “hablar del tiempo”: “was für ein scheussliches Wetter!” (averigüen qué significa). El Dom (Catedral) es la más grande construida en Alemania. Gótica, de fachada ennegrecida, sus cúpulas dentadas aparecen a la vista prácticamente en toda la ciudad. Tres órganos: los hacen sonar los domingos, y hoy es jueves. Pero hoy jueves había también un ensayo de la filarmónica: tocaron a Schönberg, algo al parecer temprano porque se dejaba escuchar bastante bien (a mis retrógrados oídos). La interpretación daba gusto: ¡ah!, bendita disciplina germánica –y bendita calidad de los instrumentos, seguramente-.
El Rihn. No diré más: suficiente con la cursilería de Portugal.
El museo Ludwig de arte moderno. Entré sola: las diferencias de gustos se vuelven cada día más patentes. Está la obra “Azul de medianoche” de Barnett Newmann: una tela azul con una línea celeste a la derecha y una franja blanca a la izquierda, que al par de segundos de contemplación comienza a moverse. A moverse, y es muy, muy desagradable. Y en la misma línea, hay otro de unas franjas horizontales con amarillos abajo, rosados al medio… el caso es que ese decididamente ondea, y da náuseas –me perdonarán, pero esta vez olvidé mi libreta-. Luego, súbitamente, en una sala que nada tiene que ver con él, aparece un cuadro de Kokoschka: retrata la misma vista que se ve por la ventana, pero al revés –si se traza una línea desde el cuadro hasta el punto desde donde está retratado, que algún nombre técnico debe tener, y se sitúa allí un espejo, podría verse reflejada la imagen que el cuadro retrata-. Una animación que me encantó. Unas instalaciones que no entendí, como siempre. Abajo, la colección (x), con Nolde, Mark, Dix, un Chagall, más Kokoschka, Ernst y otros. “Mujer contemplativa en el mar”: yo. Y la última sala que vi, “Recogiendo champiñones”: beatniks, funk, minimal, hippies… una colección de fotos, afiches, libros y cosas varias que podría haber tenido más nueces que ruido, pero no me pareció que las tuviera.
En fin. Nos hospeda una pareja, Christa y Stefan, ella es como veinte años mayor que él, tienen la casa repleta de plantas y de libros. Ahora escribo en un café, Ronit camina, y ansío llegar a la casa a conversar con la señora: es de Sigisoara, y quiere ver mis fotos. Mañana partimos a Berlín.

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