jueves, 19 de febrero de 2009

El puerto del Elba

Hamburgo. Un día, un día solo, un día de sol después de la nevazón gris y del envenenamiento-gripe. Nos hospedó una profesora de música de edad madura, que enseña en su casa a niños de preferencia muy pequeños, aprendiz de lenguas compulsiva –en los últimos años, polaco y hebreo; pero ya sabía inglés, latín, francés, español y ruso, aparte del alemán-, “not very houswifey” –me parece ver en ello el futuro de “alguien”-, marido trabajando en Bonn, hija estudiando en Berlín creo, hijo misántropo que apenas ve. Con lo cual hay casi siempre gente de Hospitality Club alojada en su casa. Ésta queda en lo que parece un suburbio acomodado de Hamburgo –casa de dos o tres pisos, todas con jardín, todas sin verja-, cerca de la estación Kuprunder. Tiene un perro muy peludo, muy simpático y muy bien educado, Kutya (ni idea cómo se escribe, pero significa perro en húngaro); y un gato que casi nunca vi. Cocina muy bien, me recomendó algunos libros para empezar a aprender piano otra vez –Fur Kinder de Bartók, Para Magdalena de Bach, uno de Schumann también para niños y un cuarto cuyo autor no recuerdo- y además me regaló otro de un pianista que aprendió sin sufrimiento –abrazo la esperanza de que Elena Weiss y su método tengan una responsabilidad considerable en mi temprano fracaso pianístico: habrá que ver cómo me va con este material, supuestamente tengo para dos años-.
Hamburgo. O mi abuelo tuvo un serio lapsus, o la ciudad realmente se transformó desde su última o única: me dijo que era horrorosa, Ronit y yo la encontramos bellísima. Digo, se deja ver: el puerto en el río Elba, los pequeños canales interiores y sus puentecitos, los dos lagos, las iglesias varias –todas típicas alemanas, con esas altísimas cúpulas cónicas facetadas, de preferencia oscuras-, el Ayuntamiento (la palabra en alemán resulta curiosa: Rathaus), algunas fachadas aholandesadas que sobrevivieron o fueron reconstruidas. Y claro, tiene cosas horrendas como un Burguer King pegado a la fuente de Mönckebergstrasse, fuente que figura como imperdible en todas las guías sobre la ciudad. Pero horrores hay en todas partes; y la vista del atardecer arrebolado, contra el lago pleno de gaviotas y las cúpulas más allá, inclinan la balanza muy hacia la belleza, creo yo –cito a Umberto Eco aquí y que valga para todo lo demás: un cliché molesta, muchos emocionan; confieso que la frase la leí citada a su vez en un artículo sobre Lisboa, en la Revista del Domingo mil años atrás-. Frío más llevadero que en Berlín, para mí al menos: húmedo, muy ventoso al atardecer pero húmedo.
Despedida. Difícil es partir, separarse de los compañeros en un determinado cruce de caminos, en especial si se encuentra uno a gusto en su compañía. Pero llega la bifurcación y es un alivio. Roniti sigue al sur, Suiza e Italia, haciendo un pequeño desvío para conocer el pueblo de su abuelo. No sabe alemán, en inglés se bate con dificultad, no consigue leer los mapas, y nunca ha gestionado sola un hospedaje en HC. Pero tiene voluntad y energía de sobra para sobrevivir a la aventura. Era mi intención acompañarla, pero luego de diecisiete días he abortado la misión declarándome incapaz de seguir. Difícil es explicar, aún más hacerse comprender. Pero finalmente ha quedado todo claro, o por lo menos todo lo posible, y nos hemos despedido. Si quiere venirse a los cuarteles de invierno está invitada, no creo que lo haga empero. Ha dicho que el veintiocho me acompañará –estaré en Aix en Provance, queda en su trayecto hacia España-. Eso es más probable.

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