viernes, 13 de febrero de 2009

Berlín 1

Hipócritas lectores:

En el primer mundo, las zonas de wi-fi brillan por su ausencia y los equipos de los cybercafés tienen un word del anyo (para los que no me leyeron el anyo pasado: en los teclados no hispanohablantes hay que inventarse una enye) de la cocoa. Resultado: hay en mi computador relatos de varios días, y no he encontrado manera de subirlos. Por tanto, tendrán las noticias atrasadas apenas sea posible, y mientras tanto publicaré las que vaya escribiendo sobre la marcha (es decir, en ún computador con Internet).

Esta tarde llegamos a Berlín. Vinimos en tren desde Colonia: cuatro horas y pico, todo nevado, ciudades, tierras cultivables, bosque de hoja caduca y coníferas. A lo largo de todo el trayecto, el cielo estaba cerrado de nubes o nevando. Sin embargo, una media hora antes de nuestro destino, se abrió. Y der himmel über Berlin -divisé la cúpula decapitada de la película- nos recibió azul.

La estación parece una central espacial. Creo que nunca me había sentido tan de San Rosendo. Gigantesco casco de vidrio, cinco pisos de escaleras mecánicas, todas a la vista simultáneamente (se dice una construcción con aire, o acabo de inventar el término?) diez andenes en el subterráneo, el metro que pasa por arriba, por la última planta, sólo boleterías automáticas, ascensores transparentes, tiendas, toda la oferta de comida rápida que uno pueda imaginar, y blanco, blanco, blanco. Y todo en alemán.

Eran las tres y media de la tarde. Nuestro hospedero nos recibiría a las seis. Cuando salimos un poco del estado de atonishment (atonicismo o atonicisidad suena muy mal), salimos también de la estación. Todo en Berlín es vasto. Como llegó diciendo Oscar después de venir: falta gente para llenarla. Cruzamos hacia el edificio del Parlamento -la misión es entrar manyana por la manyana: hoy había una cola enorme-, que queda frente a una explanada de pasto y cemento y junto a la Torre de Brandemburgo: todo en dimensiones colosales. En el camino, chocamos con un primer trozo del Muro. Senyales en la vereda marcan todo el trayecto original. En la plaza frente a la Torre, un grupo hacía una demostración de Break Dance. El frío nos dejó pegada la sonrisa. Más adelante, el monumento a las víctimas del Holocausto, contiguo a la calle Hannah Arendt. Y después, la Postdamerplatz y el Sonycenter; sede del Festival de Cine de Berlín, que termina este domingo. Sacamos entradas para una de las tres películas que quedaban -luego les cuento qué tal-. Y de vuelta a la estación.

Encontramos la casa de nuestro hospedero una hora y media tarde. Difícil orientarse en el metro, y además perdí el papel con la dirección -por qué me lo pasan a mí-. Johen es una especie de Ozzy Osbourne con estatura de alemán y chaleco ecuatoriano -para mis abuelos: pelo largo tenyido de rojo, pantalones de cuero negro y cadenas, dientes curiosos-. La pieza de él está en un piso, la ducha y la pieza de alojados en otro, el WC en otro. Llenas las paredes de afiches, postales, dibujos, fotos, chapitas, botellas, panyuelos, libros, equipos, videos. Ronit se asustó con un afiche nazi, yo la tranquilicé con los dibujos de Marx y Stalin en la puerta. Después de recibirnos y conversar muy jovialmente, comenzamos a caer en la cuenta de que al día siguiente partía de viaje, que en unos minutos debía partir a una cita, que la chica de abajo con quien compartiríamos cuarto no estaba en casa y no estaba avisada de nuestra visita, y que a su vey podía tener ella misma sus visitas en los próximos días. Es decir, no sabemos si tendremos casa manyana (don´t worry, papá: la oferta de hostales es grande).
Desconcertadas salimos a la calle, Ronit furiosa y yo con mi indolencia habitual. Luego de deambular a la espera de que ella volviera en sí, nos sentamos en un restorán hindú: toda una experiencia brahmánica. Luego entramos a este cybercafé. Manyana, si todo va bien, tendremos Berlín a nuestros pies.

No hay comentarios:

Publicar un comentario