domingo, 22 de febrero de 2009

The awfuly charming, brilliant, wicked city (village) of Basel

He llegado a Basilea, a la casa de un amigo. Amigo, es decir: él y su novia se alojaban en el hostal de Veliko Tarnovo (Bulgaria) al que llegué el año pasado por obra y gracia del taxista que hablaba español (esa es otra historia). Mi vuelo de Ryanair llegaba hasta acá, y resultó que él vivía acá -es decir, específicamente en esta ciudad de Suiza-. Me había vuelto a contactar con él por si podía alojar a la Ronit, y resultó que terminó alojándome a mi. Mañana vamos a Lucerna, ciudad en que creció, para el carnaval.
Julian Schmidli vivió en Chile, creo que por un año, entre 2004 y 2005. Habla español bastante bien, y ese dialecto extrañísimo que es el alemán suizo -parece que incluso hay diferencias lingüísticas importantes entre ciudad y ciudad-. Vive en un piso con dos amigos, dos amigos que trabajan como modelos desnudos. Su novia, Christina -a quien conocí también en Veliko Tarnovo, pero que añora está enseñando ski a niños en las montañas- vive relativamente cerca, en casa de sus padres. Trabaja como periodista para una revista de música, por lo cual posee una considerable colección de discos.
Ahora vamos a cocinar Raclette, luego de un sightseeing tour por Basilea, muy corto: la ciudad, según ellos, tiene 170 mil habitantes. Ni tres veces el Nacional -de hecho, como hoy había futbol, nadie se veía en las calles: en el estadio hay lugar para casi todos-.

sábado, 21 de febrero de 2009

Itinerarium

Como se habrán dado cuenta, las publicaciones de este diario no están precisamente en orden cronológico (no coincide la fecha de publicación con la de los sucesos relatados). Por tanto, este apartado puede resultar de utilidad.

29 de enero: llegada a Madrid.
30: Madrid.
31: Madrid/Salamanca. Encuentro con Ronit.
1 de febrero: Salamanca/Madrid.
2: Madrid.
3: Madrid/Porto.
4: Porto/Coimbra.
5: Coimbra/Lisboa.
6: Lisboa.
7: Lisboa.
8: Lisboa/Sintra/Lisboa.
9: Lisboa/Faro/Sevilla.
10: Sevilla (/Madrid en el bus nocturno)
11: Madrid/Milán/Colonia.
12: Colonia.
13: Colonia/Berlín.
14: Berlín.
15: Belín.
16: Berlín/Hamburgo.
17: Hamburgo.
18: Hamburgo/Londres.
19: Londres.
20: Londres.
21: Londres. Bar-Mitvah de Alejandro.
22: Londres/Basilea.
23: Basilea/Lucerna.
24: Lucerna/Ginebra/Lyon/Marsella/La Cadière.
25: La Cadière.
26: La Cadière.
27: La Cadière.
28: La Cadière.
1 de marzo: La Cadière/Marsella/Montpellier/Barcelona.
2: Barcelona.
3: Barcelona.
4: Barcelona.
5: Barcelona.
6: Sevilla.
7: Sierra.
8: Sierra.
9: Sevilla.
10: Sevilla.
11: Sevilla.
12: Ronda.
13: Sevilla.
14: Marchena.
15: Marchena.
16: Sevilla.
17: Sevilla.
18: Sevilla.
19: Madrid.
20: A Coruña.
21: A Coruña.
22: A Coruña.
23: A Coruña.
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jueves, 19 de febrero de 2009

Mind the gap!

So, finally arrived to London, a casa de la familia inglesa. Modestia aparte, el festejado se mostro feliz de verme. Y su hermano tambien, lo que significa que en dos anyos mas me vengo de nuevo. Suena tentador, terriblemente tentador quedarse; efecto dramaticamente acrecentado por el contraste termico -hoy por hoy hacen unos muy agradables diez grados-. Estos dias ayudare a MJ con todos los preparativos para el gran dia: esta manyana, por ejemplo, fuimos a por las flores como todas unas mrs Dalloways.

El puerto del Elba

Hamburgo. Un día, un día solo, un día de sol después de la nevazón gris y del envenenamiento-gripe. Nos hospedó una profesora de música de edad madura, que enseña en su casa a niños de preferencia muy pequeños, aprendiz de lenguas compulsiva –en los últimos años, polaco y hebreo; pero ya sabía inglés, latín, francés, español y ruso, aparte del alemán-, “not very houswifey” –me parece ver en ello el futuro de “alguien”-, marido trabajando en Bonn, hija estudiando en Berlín creo, hijo misántropo que apenas ve. Con lo cual hay casi siempre gente de Hospitality Club alojada en su casa. Ésta queda en lo que parece un suburbio acomodado de Hamburgo –casa de dos o tres pisos, todas con jardín, todas sin verja-, cerca de la estación Kuprunder. Tiene un perro muy peludo, muy simpático y muy bien educado, Kutya (ni idea cómo se escribe, pero significa perro en húngaro); y un gato que casi nunca vi. Cocina muy bien, me recomendó algunos libros para empezar a aprender piano otra vez –Fur Kinder de Bartók, Para Magdalena de Bach, uno de Schumann también para niños y un cuarto cuyo autor no recuerdo- y además me regaló otro de un pianista que aprendió sin sufrimiento –abrazo la esperanza de que Elena Weiss y su método tengan una responsabilidad considerable en mi temprano fracaso pianístico: habrá que ver cómo me va con este material, supuestamente tengo para dos años-.
Hamburgo. O mi abuelo tuvo un serio lapsus, o la ciudad realmente se transformó desde su última o única: me dijo que era horrorosa, Ronit y yo la encontramos bellísima. Digo, se deja ver: el puerto en el río Elba, los pequeños canales interiores y sus puentecitos, los dos lagos, las iglesias varias –todas típicas alemanas, con esas altísimas cúpulas cónicas facetadas, de preferencia oscuras-, el Ayuntamiento (la palabra en alemán resulta curiosa: Rathaus), algunas fachadas aholandesadas que sobrevivieron o fueron reconstruidas. Y claro, tiene cosas horrendas como un Burguer King pegado a la fuente de Mönckebergstrasse, fuente que figura como imperdible en todas las guías sobre la ciudad. Pero horrores hay en todas partes; y la vista del atardecer arrebolado, contra el lago pleno de gaviotas y las cúpulas más allá, inclinan la balanza muy hacia la belleza, creo yo –cito a Umberto Eco aquí y que valga para todo lo demás: un cliché molesta, muchos emocionan; confieso que la frase la leí citada a su vez en un artículo sobre Lisboa, en la Revista del Domingo mil años atrás-. Frío más llevadero que en Berlín, para mí al menos: húmedo, muy ventoso al atardecer pero húmedo.
Despedida. Difícil es partir, separarse de los compañeros en un determinado cruce de caminos, en especial si se encuentra uno a gusto en su compañía. Pero llega la bifurcación y es un alivio. Roniti sigue al sur, Suiza e Italia, haciendo un pequeño desvío para conocer el pueblo de su abuelo. No sabe alemán, en inglés se bate con dificultad, no consigue leer los mapas, y nunca ha gestionado sola un hospedaje en HC. Pero tiene voluntad y energía de sobra para sobrevivir a la aventura. Era mi intención acompañarla, pero luego de diecisiete días he abortado la misión declarándome incapaz de seguir. Difícil es explicar, aún más hacerse comprender. Pero finalmente ha quedado todo claro, o por lo menos todo lo posible, y nos hemos despedido. Si quiere venirse a los cuarteles de invierno está invitada, no creo que lo haga empero. Ha dicho que el veintiocho me acompañará –estaré en Aix en Provance, queda en su trayecto hacia España-. Eso es más probable.

Instantaneas de tren

Bremen. Casitas pegadas de tres pisos y aguas pronunciadas, con frecuencia de colores, distintos pero no demasiado. En algunas sobreviven los balcones y marcos originales –supongo que originales: se ven un tanto barrocos, pero blancos, todo lo barrocos que la mesura permite-. A partir del fugaz vistazo que mi ventana me permite, imagino una ciudad limpia, ordenada, donde la vida es muy sana pero nunca pasa ná. Es una completa arbitrariedad, claro, pero la dejo registrada.
Prado, hileras de árboles, molinos de viento.
Otra ciudad: como Bremen pero sin los balcones. A la salida, casitas muy muy pequeñas, pero limpias. Ahora, bosque de pino, pero de replante.
Una chimenea enorme. Justo al lado una más estrecha. Ambas arrojan humo blanco, pero no dejan de ser sospechosas. En los alrededores, casas de campo bastante grandes.
Dortmund. Blocks de concreto –sin chiste ninguno: ni siquiera son comunistas-, algunos con techo de dos aguas, de colores pálidos y ventanas sin marco. Dos o tres puntas de bronce oxidado desperdigadas por ahí denotan iglesias. Tiempo a sortie: nubosidad alta sin viento. Estación ataviada de riguroso gris. Otra punta verde, ahora el vagón vecino deja ver lo que hay abajo, una angosta torre de ladrillos.
Más bosque, ero ahora de hoja caduca y al parecer autóctono. Un pequeño lago se extiende paralelo a la vía. Una carretera hacia el otro, y detrás un palacete de un amarillo deslavado. Los árboles de los sitios “civilizados” están podados tan fatalmente como en Chile: parecen muñones. Pasamos una villa junto a un río, tiene su encanto, torres con reloj, casas muy grandes, algunas como el cliché de casa embrujada del bosque europeo; la madera muy avejentada, el techo muy en punta, las ventanas muy en punta y las ramas de los árboles muy avejentadas. La villa está cerca de Hagen, a cuya estación acabamos de llegar.
Montañas. Bosque y pueblos de próspera apariencia.

Lubeck no es Hamburgo

De puro idiota me pasó: ante un paréntesis de significado desconocido lo único sensato es preguntar. Pero no, a la niña no le pareció necesario detenerse en el enigmático (Lübeck) a la derecha de Hamburg, y ello le significó perder el vuelo a Londres –Lübeck es una pequeña ciudad a 60 kilómetros de Hamburgo, una hora y media como mínimum minimorum desde el aeropuerto: no llegaba ni con el favor de todo el Olimpo-. Pobre ingenua, Fernandita se dirigió hacia algunas de las aerolíneas que sí operaban en aquel lugar a ver si podía enmendar el error dentro de lo razonable. Quinientos y pico euros por lo bajo.
Entonces, he recurrido al plan B: amortizar el inmortal boleto de Eurail y viajar entre Hamburgo y Colonia, Colonia y Bruselas, Bruselas y Lille, Lille y Londres. Hora estimada de arribo: siete y media de la tarde -por avión, plan original, diez horas antes-. Aparte de la espera en las conexiones, los trenes que hay no son directos: este mismo es lo que yo llamo un caletero, que tarda cuatro horas en cubrir xxxxxx kilómetros. Pero bueno, este plan también tiene sus ventajas: mesa, corriente eléctrica, vista privilegiada de la campiña europea en un día hasta ahora soleado –hasta aquí vamos bien, decía el pavo mientras picaban el apio-. En este momento el paisaje es bosque de pinos bajos, apenas con restos de nieve en el piso. La mesa es para cuatro, habemos solo dos, y el otro también trabaja. A mi lado, tres alemanes regordetes, rubios y de cabeza afeitada comen y hablan con cierta animación; pero al no comprender una palabra de lo que dicen su conversación no es más que un lejano sonsonete –en términos gestálticos: fondo-. Tengo además audífonos y música a destajo. Como diría (como hubiera dicho) Rafael: raya pa la suma, al final la equivocación fue casi para mejor.

Koln

Once horas de tren desde Milán. Nieva. Casas pegadas unas a otras, absurdamente estrechas, de aguas en ángulo agudo. A veces de colores. A veces. A mi amiga este sector le recuerda a Polonia. Luego el centro, lleno de colores y tiendas, le resulta mejor. A mi no, salvo por las iglesias incrustadas entre medio. La primera a la que entramos, Apostelkirche, fue reconstruida casi por completo (una fotografía la muestra ya terminada en 1960). El trabajo que hicieron con los vitrales es, a mi juicio, lo más notable: en lugar de intentar una imitación –como la horrorosa pintura del techo del Teatro Colón, por ejemplo-, los diseñaron otra vez a base de irregulares rectángulos, en tonos grisáceos, violáceos, blancos y negros, dispuestos verticalmente. El efecto: las ventanas siguen estando trizadas, las cicatrices no se disimulan. Como en toda la ciudad. Como en toda Alemania, al parecer.
Nieve, nubes y sol, alternativamente. Digo esto porque mi ridículo diccionario, “Alemán de viaje”, dedica uno de sus primeros apartados a “hablar del tiempo”: “was für ein scheussliches Wetter!” (averigüen qué significa). El Dom (Catedral) es la más grande construida en Alemania. Gótica, de fachada ennegrecida, sus cúpulas dentadas aparecen a la vista prácticamente en toda la ciudad. Tres órganos: los hacen sonar los domingos, y hoy es jueves. Pero hoy jueves había también un ensayo de la filarmónica: tocaron a Schönberg, algo al parecer temprano porque se dejaba escuchar bastante bien (a mis retrógrados oídos). La interpretación daba gusto: ¡ah!, bendita disciplina germánica –y bendita calidad de los instrumentos, seguramente-.
El Rihn. No diré más: suficiente con la cursilería de Portugal.
El museo Ludwig de arte moderno. Entré sola: las diferencias de gustos se vuelven cada día más patentes. Está la obra “Azul de medianoche” de Barnett Newmann: una tela azul con una línea celeste a la derecha y una franja blanca a la izquierda, que al par de segundos de contemplación comienza a moverse. A moverse, y es muy, muy desagradable. Y en la misma línea, hay otro de unas franjas horizontales con amarillos abajo, rosados al medio… el caso es que ese decididamente ondea, y da náuseas –me perdonarán, pero esta vez olvidé mi libreta-. Luego, súbitamente, en una sala que nada tiene que ver con él, aparece un cuadro de Kokoschka: retrata la misma vista que se ve por la ventana, pero al revés –si se traza una línea desde el cuadro hasta el punto desde donde está retratado, que algún nombre técnico debe tener, y se sitúa allí un espejo, podría verse reflejada la imagen que el cuadro retrata-. Una animación que me encantó. Unas instalaciones que no entendí, como siempre. Abajo, la colección (x), con Nolde, Mark, Dix, un Chagall, más Kokoschka, Ernst y otros. “Mujer contemplativa en el mar”: yo. Y la última sala que vi, “Recogiendo champiñones”: beatniks, funk, minimal, hippies… una colección de fotos, afiches, libros y cosas varias que podría haber tenido más nueces que ruido, pero no me pareció que las tuviera.
En fin. Nos hospeda una pareja, Christa y Stefan, ella es como veinte años mayor que él, tienen la casa repleta de plantas y de libros. Ahora escribo en un café, Ronit camina, y ansío llegar a la casa a conversar con la señora: es de Sigisoara, y quiere ver mis fotos. Mañana partimos a Berlín.

El adaptador europeo

Soy más escritorzuela que viajerilla. Olvidé mi adaptador en el counter de Ryanair. Me di cuenta pasado el control de equipaje de mano. Para salir, había que pasar por la aduana y dar unas vueltas por atrás medio dudosillas. Opté por la solución de niñita mimada y/o de sudaca respetuosa –lameculos de la omnipresente autoridad- y compre otro en el duty free. No servía para los enchufes del aeropuerto. Reclamé: Me dijo usted que funcionaba en toda Europa, No dijo que lo quería específicamente para el aeropuerto, Yo asumo que el aeropuerto de España está dentro de Europa. Pues no, que era problema de AENA, que estaba correctamente vendido, que no estaban autorizados a aceptarlo de vuelta abierto ni tampoco a prestarme sus enchufes –en los que si servía-.
Furiosa, luego de pasearme por informaciones, los baños –donde supuestamente había enchufes de uso público- y dejarme humillar por la implacable retórica de las vendedoras, salí a la aventura; preparada para correr, empujar, y llorar con el fin de no perder el avión. Nada de eso, quince minutos después estaba de vuelta en mi rincón, con mi adaptador europeo comprado en tienda china, y mi inútil artefacto comprado donde no sirve. Y triunfante: tenía mi anécdota y dónde escribir. Imaginen la cara de Ronit medio dormida cuando llegué.

Barajas

Con esto de los vuelos baratos dentro de Europa –y con barato me refiero a 5 euros-, el aeropuerto parece una plaza repleta de mendigos. Y no me excluyo: noche en autobús, metro, horas de espera, sentada en el suelo escribiendo junto a un enchufe. Mucha gente pasa la noche aquí, acurrucada sobre las bancas o a pata suelta en los rincones, con la cabeza sobre la mochila, y a veces incluso dentro de un saco de dormir. Lugares públicos que ya no son urbanos: de ciudadanos pasamos a usuarios, tomándonos cada uno cualquier efímero metro cuadrado, como si estuviéramos solos en nuestro cuarto y en piyama. Allá el vecino con nuestro hálito a noche en autobús.

Sevilla visto desde Barajas

Olá otra vez, fieles o hipócritas lectores. El aeropuerto de Barajas y sus enchufes me brinda la oportunidad de escribiros. Eso, y nuestra imprecisión en los itinerarios; imprecisión a su vez motivada por las absurdas diferencias tarifarias –¿que nuestros boletos de Interrail no incluyen el AVE?, pues hala, al autobús nocturno, que para eso tenemos veintidós años-. El caso es que aquí me encuentro, provista de café y de Gregorio –fiel compañero: hace dos meses que no soy capaz de garabatear una sola línea a lápiz- con aproximadamente cuatro horas de espera por delante.
Hemos estado en Sevilla, en casa de mis tíos. Os acordaréis de Luis, me imagino: su Pinoccio todavía vive, sentado a la vista en un estante del despacho. Hemos estado en Sevilla, atendidas como por andaluces: idas a buscar al autobús desde Faro; llevadas de paseo, de tapas y de copas por el barrio Santa Cruz; alojadas en el cuarto de huéspedes, con sábanas, toallas y demases; dadas de desayunar como los dioses al día siguiente; acompañadas y ayudadas en todos los menesteres de viajeras –ambos se tomaron libre el día-; llevadas de copas otra vez, con un grupo de amigos.
Sandra, cariñosa y hosca a la vez –española, en una palabra-, modo que descolocó a Ronit un tanto. Dicen que nos parecemos, o al menos mi amiga dice que nos parecemos: no sólo por lo asertivas, o pesadas si quieren, sino en ciertos rasgos, ciertos gestos, cierta manera de mirar. Seré Aguado: por algo me siento tan en mi casa por estos lares. Luis en tanto, con casi treinta kilos menos –en serio, abuelos, no exagero: hasta guapo se ha puesto-, cálido y burlón como siempre, mostrando orgulloso sus múltiples chorradas -colección de libretas, paraguas, relojes, diversos artilugios raros y, últimamente, música en MP3: tiene para tres meses de escucha ininterrumpida-. Evidentemente volveré una temporada, diez días al comienzo de marzo o algo así.
Ah, me corté el pelo. Sí, como cualquier mujer, me corto el pelo cuando quiero marcar hitos en mi vida. Todo en la vida es un lugar común –como este mismo-, no lo olviden. Parezco vieja, santo dios.
Qué más de Sevilla. Ciudad plana, a diferencia de todas las anteriores, es esta una ciudad plana. Primera vez que la veo con naranjas. Primera vez que la paseo sin un calor horroroso: se aprecia bastante mejor. El barrio de Santa Cruz, testimonio de la influencia mora, con sus callecitas de dos metros de ancho y casas revestidas de azulejos hasta la mitad; la conocidísima Giralda, torre más alta de la Catedral, construida el siglo XXII y renacentizada el XVI, ahora con unas esculturas bastante feas expuestas alrededor, temporalmente por fortuna; el Archivo de Indias; la antigua tabacalera, donde supuestamente trabajaba la Carmen de Bizet; la Plaza España, escenario del Episodio I de La Guerra de las Galaxias –creo que era el hall de entrada de Naboo, o algo por el estilo-.
Y casi nos quedamos un día más. En la confusión de viajar a la 1 AM, Ronit y Sandra compraron el billete para el día siguiente –o sea, esta noche o la madrugada de mañana-. No sé por qué el chofer no se rió a carcajadas: sólo sonrió, y nos dijo que aguardáramos a ver si no iba lleno. Mi amiga palideció; a mí, francamente, me dio lo mismo. En diez minutos de espera, llegó a decir que era aquello una pesadilla. A mí seguía dándome lo mismo –no lo repito por una especie de orgullo de pseudo yogui chamánico new age aficionado: sólo me impresiona lo indolente que uno se va poniendo ante casi todo, un casi muy importante, pero casi todo al fin-. Justo dos plazas libres. Mi amiga con cara de súbito y profundo alivio. Por mi parte, me limité a sonreír.

domingo, 15 de febrero de 2009

La película neerlandesa

Sigue nevando. Acabamos de ver la última película del Festival de Cine de Berlín: "Kan door huid heen", de los Países Bajos. Empieza, en holandés y los subtítulos en alemán -en la boletería nos dijeron que estos eran en inglés-. Ya estábamos allí. Total que no fue tan terrible: era tan buena que el no entender los diálogos le daba incluso mayor interés. Una chica que, luego de sobrevivir a un intento de violación y homicidio, compra una casa medio destartalada en el campo y se va sola. Etcétera, pero un etcétera de cine europeo. Y con subtítulos en alemán.

Enferma

Qué puede ser peor que estar enferma en una ciudad nevando? Estar enferma en una ciudad nevando hospedada en una casa a cuya ocupante no hemos visto y haber gastado las únicas energías del día en visitar un palacio barroco. Ahora estoy en un café cursilísimo en que hay Internet, mientras mi amiga pasea bajo la tormenta de nieve. No he tenido fuerzas para visitar el museo del muro, por ejemplo, ni otro ninguno: o las berenjenas de ayer me produjeron un cortocircuito general, o me adjudiqué una de esas gripes malditas que descomponen el estómago.
Manyana partimos a Hamburgo y, en unos días me voy a Londres al Bar Mitvah de Alejandro. Como era de suponer, abandono las aventuras en busca de tranquilidad: luego parto al sur de Francia, a Aix-en-Provence, invitada por mi familia londinense. Es decir, en unos días abandono a mi companyera: los jóvenes al mundo y los viejos al asilo.
Berlín, como decía ayer, es una ciudad enorme. Los mapas ponen una de cada cuatro calles: las distancias reales -a pie- resultan absurdamente grandes en proporción. Ayer fuimos desde Kleistpark (nuestra "casa") hacia la iglesia decapitada: resulta que fue construida en memoria del Kaiser Guillermo I por orden de su nieto, Guillermo II. Por tanto, resultó desde el comienzo un sitio polémico, y hoy un emblema de las cicatrices de guerra. No se reconstruyó: se edificó un nuevo templo moderno integrado a la torre en ruinas; un templo luterano con miles de vitrales azules, donde actualmente oficia misa una mujer. Lo sé porque en la tarde volvimos allí a escuchar una cantata de Bach que estaba anunciada. Lo que no anunciaban es que había que oír la misa primero -en alemán, por fortuna-.
Fuimos también a caminar por los Tiergarten, pasando por la torre del ángel dorado y el Parlamento otra vez, y luego al museo judío. Es, lo que se dice, un museo ineractivo; donde el disenyo itself invita a recorrerlo. Sin embargo, me sentía tan a morir que no vi nada.
Me estoy aburriendo. Hasta pronto.

viernes, 13 de febrero de 2009

Berlín 1

Hipócritas lectores:

En el primer mundo, las zonas de wi-fi brillan por su ausencia y los equipos de los cybercafés tienen un word del anyo (para los que no me leyeron el anyo pasado: en los teclados no hispanohablantes hay que inventarse una enye) de la cocoa. Resultado: hay en mi computador relatos de varios días, y no he encontrado manera de subirlos. Por tanto, tendrán las noticias atrasadas apenas sea posible, y mientras tanto publicaré las que vaya escribiendo sobre la marcha (es decir, en ún computador con Internet).

Esta tarde llegamos a Berlín. Vinimos en tren desde Colonia: cuatro horas y pico, todo nevado, ciudades, tierras cultivables, bosque de hoja caduca y coníferas. A lo largo de todo el trayecto, el cielo estaba cerrado de nubes o nevando. Sin embargo, una media hora antes de nuestro destino, se abrió. Y der himmel über Berlin -divisé la cúpula decapitada de la película- nos recibió azul.

La estación parece una central espacial. Creo que nunca me había sentido tan de San Rosendo. Gigantesco casco de vidrio, cinco pisos de escaleras mecánicas, todas a la vista simultáneamente (se dice una construcción con aire, o acabo de inventar el término?) diez andenes en el subterráneo, el metro que pasa por arriba, por la última planta, sólo boleterías automáticas, ascensores transparentes, tiendas, toda la oferta de comida rápida que uno pueda imaginar, y blanco, blanco, blanco. Y todo en alemán.

Eran las tres y media de la tarde. Nuestro hospedero nos recibiría a las seis. Cuando salimos un poco del estado de atonishment (atonicismo o atonicisidad suena muy mal), salimos también de la estación. Todo en Berlín es vasto. Como llegó diciendo Oscar después de venir: falta gente para llenarla. Cruzamos hacia el edificio del Parlamento -la misión es entrar manyana por la manyana: hoy había una cola enorme-, que queda frente a una explanada de pasto y cemento y junto a la Torre de Brandemburgo: todo en dimensiones colosales. En el camino, chocamos con un primer trozo del Muro. Senyales en la vereda marcan todo el trayecto original. En la plaza frente a la Torre, un grupo hacía una demostración de Break Dance. El frío nos dejó pegada la sonrisa. Más adelante, el monumento a las víctimas del Holocausto, contiguo a la calle Hannah Arendt. Y después, la Postdamerplatz y el Sonycenter; sede del Festival de Cine de Berlín, que termina este domingo. Sacamos entradas para una de las tres películas que quedaban -luego les cuento qué tal-. Y de vuelta a la estación.

Encontramos la casa de nuestro hospedero una hora y media tarde. Difícil orientarse en el metro, y además perdí el papel con la dirección -por qué me lo pasan a mí-. Johen es una especie de Ozzy Osbourne con estatura de alemán y chaleco ecuatoriano -para mis abuelos: pelo largo tenyido de rojo, pantalones de cuero negro y cadenas, dientes curiosos-. La pieza de él está en un piso, la ducha y la pieza de alojados en otro, el WC en otro. Llenas las paredes de afiches, postales, dibujos, fotos, chapitas, botellas, panyuelos, libros, equipos, videos. Ronit se asustó con un afiche nazi, yo la tranquilicé con los dibujos de Marx y Stalin en la puerta. Después de recibirnos y conversar muy jovialmente, comenzamos a caer en la cuenta de que al día siguiente partía de viaje, que en unos minutos debía partir a una cita, que la chica de abajo con quien compartiríamos cuarto no estaba en casa y no estaba avisada de nuestra visita, y que a su vey podía tener ella misma sus visitas en los próximos días. Es decir, no sabemos si tendremos casa manyana (don´t worry, papá: la oferta de hostales es grande).
Desconcertadas salimos a la calle, Ronit furiosa y yo con mi indolencia habitual. Luego de deambular a la espera de que ella volviera en sí, nos sentamos en un restorán hindú: toda una experiencia brahmánica. Luego entramos a este cybercafé. Manyana, si todo va bien, tendremos Berlín a nuestros pies.

jueves, 12 de febrero de 2009

En Colonia....

Queridos lectores, lo prometo: hoy subo todo lo que he escrito hasta ahora...

jueves, 5 de febrero de 2009

Influencia de Ronit en mis aventuras...


Lisboa 1


Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa. Creo que es cierto. Vocé não é etrangeira, tem suas raízes aquí. Creo que también es cierto. Relatos de mi abueli, lecturas del Libro del desasosiego y de varias novelas de Saramago hacen de esta una ciudad conocida. Y sin embargo, o por lo mismo, plena de encanto (ya dije que Portugal me ponía cursi). En un momento, Ronit me hizo notar que no había dejado de repetir "estamos en Lisboa", como si aún no me lo creyera.
En 1755, un terremoto -se calcula que fue grado 9 en la escala de Richter- destruyó casi por completo la ciudad. Al parecer, tuvo grandes implicancias políticas y filosóficas -autores como Kant y Voltaire, nada menos, emprendieron importantes disquisiciones intentando explicárselo-. Como fuere, dice Saramago en Viaje a Portugal -no puedo evitarlo: mi espalda sufre esta compulsión de acarrear libros- que el terremoto no sólo fisuró el suelo, sino el alma misma de los lisboetas. Se ven los estragos, claro: una geografía rarísima y una arquitectura que la acompaña -otra vez Valparaíso-. Y aquí sí los tranvías son de verdad. Y hay también una especie de micro acuática; digo, transporte público por agua. Mañana o pasado lo tomaremos, a ver donde nos lleva desde el Terreiro do Paço. Mañana también saldré a buscar el café do Brasil, que frecuentaba Pessoa, y la plaza en que está la estatua de Camões.
Ahora estamos en un hostal en la Baixa (centro, cerca del muelle), mañana nos trasladamos donde otra alma caritativa. Estamos en un auténtico hostal: un gringo se ha sentado junto a mi en el sofá, sin saludarme ni aun después de múltiples codazos. Ocho en total: se han instalado ruidosamente donde Ronit y yo escribíamos desde hacía rato y al parecer nos han tomado por parte del mobiliario. Ahora recibo ligeras pataditas de uno que tengo enfrente. En la esquina, una chica se ha solazado hablando de "los judíos". El agua no funciona en la cocina, y hay que ir a por ella a los baños del cuarto piso. Pero está perfecto: wifi, desayuno y servicio de lavandería (awasome) incluidos, baños limpios, dependientes agradables.
No sé qué más decir: estos seres están logrando acabar con mi genio. Es tarde, además. Hoy -ayer ya, parece- estuvo de cumpleaños mi padre. Y el 4, Oscar. Felicidades para ambos.
A veces agrego cosas en las entadas pasadas: revísenlas si quieren.

Portugal me pone cursi (lectores, perdonadme)

Coimbra. Segundo día en Portugal, con una lluvia intermitente y extremada, de esas que mojan de veras, sin paraguas –abandonar paraguas se ha vuelto una suerte de costumbre involuntaria-, con mi amiga. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: un cansancio insufrible –como un gnomo deforme y chillón- se cuelga a ratos –más ratos de los que yo quisiera- sobre mis hombros y a duras penas consigo seguirle los pasos a Roniti, la grácil pirinola. Llevamos un ritmo de trotamundos –de turistas más bien- cambiando de sitio cada día, acarreando maletas –benditas ruedas, y maldita permeabilidad de todo bajo este cielo-, durmiendo poco. Solía ser este mi pulso ideal, el único que concebía: hoy, parece, no lo es tanto. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: mucha agua ha corrido bajo el puente.

En medio de dicha vorágine, era de esperarse que no escribiera. Mapas, guía Michelín y Lonely Planet, horarios de trenes, buses y museos y, especialmente, coordinación de hospedaje: no siempre se consiguen almas caritativas dispuestas a alojarte sin recibir nada a cambio (Hospitality Club). Con todo, ayer tuvimos suerte: un viajero empedernido –tenía en la sala un enorme mapa con chinches marcando cada lugar que había visitado: rojo para una sola estadía, verde para dos o más- y ávido coleccionista de fósiles, piedras, conchas, arenas del Sahara y otros hierbajos nos recibió en su confortable (confortavel) departamento en Matosinhos, a las afueras de Porto. Pedro: un moreno casi guapo con quien me entendí perfectamente en portugués –para mi asombro-, y que comprendió el español de mi amiga perfectamente también. Trabajaba al parecer en una empresa programadora de mapas (muy a sortie) y tenía ciertos ademanes danzarines al moverse. Nos dio a probar vino de Oporto –aprovechando mi rechazo a los vinos dulces, Ronit se bebió mi copa- y desayunó con nosotros a la mañana siguiente.

Las calles de Oporto tienen eso que mi padre llamaría “resabios de antigua opulencia” –las de Coimbra también, acaso con mayor exageración-. Adoquines, paredes de azulejos –las más impresionantes están al interior de la estación de trenes-, tranvía que hoy es mero simulacro, absurda profusión de iglesias: necesario es conciliar la opulencia con la “espiritualidad”, dicen por allí; muchas de ellas son del siglo dieciocho, incluso en Porto hay una más antigua a la que se le adosó una especie de siamesa barroca en esos años. Aire de mar. En la Ribeira, restoranes y locales de artesanía absolutamente desérticos –y un local de aceitunas de los dioses-. Un puente diseñado por Eiffel o sus secuaces. En la otra orilla, las bodegas que no visitamos –suficiente tuve con Veramonte y Morris Berman camino a Valpo a fin del año pasado-. El único vestigio de los antiguos muros de la ciudad se llama Torre Fernandinha. En el jardín botánico, araucarias, magnolios y rododendros en flor –de un tamaño que jamás había visto: verdaderos árboles, y grandes-, pavos reales, patos, un gallito de la pasión que se acercó a nosotras sin ningún miedo. Lluvia a baldazos.

Eso fue ayer. Hoy –que a estas alturas también es ayer-, en Porto todavía, intentamos ver la Sinagoga, emplazada evidentemente en un barrio “bien”, cerrada; y luego fuimos al mercado de Bolhão. Encantador como todo mercado, lleno de frutas, pescados, flores y viejas; además de gallinas, panes, animales descuartizados y uno que otro puesto para comer. Sardinas fritas, con cabeza y todo, y un barrilito de huevo mol: placeres en que no me acompañaron –la comida local, empero, son las tripas; he ahí que a los porteños los llamen “tripeiros”-. Sabores de infancia: unos conocidos, otros imaginados a fuerza de tanto oírlos nombrar. A la salida encontramos a un hombre relativamente viejo, de ojos muy negros, rostro enjuto y boina, que nos condujo hacia la estación de buses; así sin más, hablándonos todo el camino, guía espontáneo de su bienamada ciudad. Empleado de una confitería, había estado en Brasil y Argentina: por poco no alcanzó a visitar Chile.

A Coimbra tardamos como hora y media, por un hermoso camino que el sueño casi no me deja ver para nada: secundábamos los bosques de Bucão. Nos alojamos en una residencia, en un pequeño cuarto con un ropero encantador, dos camas, un lavamanos y un intrigante bidet donde intento saciar mi hambre de escritura –preludio de los anhelados cafés de Lisboa-. Coimbra es conocida por su universidad: muy antigua, pero operativa. Entramos tránsfugamente a la facultad de derecho –el trade mark: una maravilla, la fachada, los azulejos bastante bien conservados, los bancos de madera oscura en los auditorios, etc, etc- y luego a la de letras –la versión b-. Está literalmente en la punta del cerro; rodeada de unas calles muy estrechas y muy torcidas y de mucha pendiente, presidiendo todo un conjunto de edificaciones en desnivel –sí, se parece a Valparaíso, pero en versión miniatura y antigua y limpia-. Más iglesias, balcones, ropa tendida, un café con vitrales a la entrada. Completamientre muerta a las nueve de la noche.

El idioma. Oír –y hablar- portugués es un viaje de regreso –alivio y dolor, desazón y sosiego-, es la cama de mi infancia donde mis abuelos, es la voz de mi bisabuela, caricia en los oídos antes de dormir, en su lengua. Leve, tan profundamente leve su cantar. Aire.

Salamanca - Madrid

“La autopista del sur de Cortázar” + “El resplandor” de Stanley Kubrick = Ronit y yo en el bus de detenido horas de horas en un bar de carretera por culpa de un gigantesco atasco por culpa del volcamiento de un gigantesco camión por culpa de una nevazón igualmente gigantesca.
Lo anterior + una comitiva de gitanos en mudanza = Ronit y yo yendo a dejar la maleta de ella a la casa de una conocida de su padre en un lugar desconocido de Madrid en medio del granizo y el agua nieve sin ascensor ni escaleras mecánicas en el metro.

Salamanca


Frío de los diablos.
Una tarde y una mañana y nos despachamos la ciudad. Ilustre por su Universidad, la más antigua de España, por cuyas aulas pasó Fray Luis, Salinas, Santa Teresa y el mismísimo Cervantes –me senté en su banco, así entra bien por, los oídos-: allí se publicó por primera vez El Quijote. Goza de una biblioteca inverosímil –va la foto-, unos techos repletos de adornos, conserva los bancos originales en que los alumnos oían a Fray Luis y todavía cumple sus funciones –el edificio principal se utiliza para seminarios, actividades extraordinarias, etc-. Pero claro, quod natura non dat
Descubrimiento inesperado: el huerto de Calixto y Melibea –lugar de encuentro de los protagonistas de La Celestina: ecce la ficción hecha realidad-. Efectivamente está sobre los techos: ciudad en desnivel. Otro: el río que baña la ciudad es el Tormes.
Fuimos también a las dos catedrales, al convento de San Esteban –donde Las Casas y los otros discutían y velaban por el alma de los indios-, a una exposición de arte chino –un poco fuera de lugar, pero allí estaba-, a otra de artistas salamantinos –un horror esperable-, a los puentes, a la plaza mayor con sus arcos, al bar con el piso más sucio que hallamos –dicen que son los mejores-. Observación: las bombas de bencina están curiosamente integradas a las fachadas antiguas.

domingo, 1 de febrero de 2009

Un catedrático de la Universidad de Salamanca (ayer pasamos por allí) canta a otro







Oda III "A Francisco de Salinas"

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos!

Fray Luis de León