jueves, 19 de febrero de 2009

Instantaneas de tren

Bremen. Casitas pegadas de tres pisos y aguas pronunciadas, con frecuencia de colores, distintos pero no demasiado. En algunas sobreviven los balcones y marcos originales –supongo que originales: se ven un tanto barrocos, pero blancos, todo lo barrocos que la mesura permite-. A partir del fugaz vistazo que mi ventana me permite, imagino una ciudad limpia, ordenada, donde la vida es muy sana pero nunca pasa ná. Es una completa arbitrariedad, claro, pero la dejo registrada.
Prado, hileras de árboles, molinos de viento.
Otra ciudad: como Bremen pero sin los balcones. A la salida, casitas muy muy pequeñas, pero limpias. Ahora, bosque de pino, pero de replante.
Una chimenea enorme. Justo al lado una más estrecha. Ambas arrojan humo blanco, pero no dejan de ser sospechosas. En los alrededores, casas de campo bastante grandes.
Dortmund. Blocks de concreto –sin chiste ninguno: ni siquiera son comunistas-, algunos con techo de dos aguas, de colores pálidos y ventanas sin marco. Dos o tres puntas de bronce oxidado desperdigadas por ahí denotan iglesias. Tiempo a sortie: nubosidad alta sin viento. Estación ataviada de riguroso gris. Otra punta verde, ahora el vagón vecino deja ver lo que hay abajo, una angosta torre de ladrillos.
Más bosque, ero ahora de hoja caduca y al parecer autóctono. Un pequeño lago se extiende paralelo a la vía. Una carretera hacia el otro, y detrás un palacete de un amarillo deslavado. Los árboles de los sitios “civilizados” están podados tan fatalmente como en Chile: parecen muñones. Pasamos una villa junto a un río, tiene su encanto, torres con reloj, casas muy grandes, algunas como el cliché de casa embrujada del bosque europeo; la madera muy avejentada, el techo muy en punta, las ventanas muy en punta y las ramas de los árboles muy avejentadas. La villa está cerca de Hagen, a cuya estación acabamos de llegar.
Montañas. Bosque y pueblos de próspera apariencia.

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