Me aburrí de las ciudades de menos de un millón de habitantes, que viven casi exclusivamente del turismo, donde la vida es muy sana (y a veces también muy limpia) pero nunca pasa ná: en unas horas me voy en el tren nocturno a París. Busqué desde Oviedo el lugar más cercano para tomarlo y para allá (es decir, acá) partí: Vitoria, una pequeña ciudad en el sur del País Vasco (en Euskera la ciudad se llama Gasteiz: cualquiera sabe cuál es la relación). Jamás la había escuchado nombrar, y resultó ser una muy buena sorpresa: el casco medieval combina en forma bastante curiosa la restauración fiel y los esperpentos, pero en una proporción tal que estos últimos pasan casi desapercibidos -básicamente, si uno mira con detención las fachadas de las calles estrechas puede ver, entre balcones y galerías, concreto tipo block comunista; también leí por ahí que algunos sectores estaban abandonados por el municipio y la recuperación ha sido efectuada por los vecinos, no sin un montón de obstáculos-. En las adentros de las murallas hay también un par de iglesias góticas muy bien conservadas, la enorme catedral -en obras-, y algunas casas más grandes del siglo XV y XVI; en las afueras, pasados los Arquillos -"ejemplo de solución urbanística que, a través de plataformas escalonadas, salva el desnivel entre la colina y el llano"-, calles comerciales puramente europeas, con sus galerías y sus vitrinas y sus cafés y su gente linda sentada en las terrazas al sol; todo en un tamaño perfecto para un par de horas. Una intervención interesante: en una calle bastante empinada, han puesto una rampa mecánica techada con una estructura de fierros muy moderna; que casa muy bien con la piedra de los muros.
Escribo desde el "locutorio latino": atiende una boliviana de buena voluntad que me guardó aquí la maleta toda la tarde.
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