jueves, 5 de febrero de 2009

Portugal me pone cursi (lectores, perdonadme)

Coimbra. Segundo día en Portugal, con una lluvia intermitente y extremada, de esas que mojan de veras, sin paraguas –abandonar paraguas se ha vuelto una suerte de costumbre involuntaria-, con mi amiga. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: un cansancio insufrible –como un gnomo deforme y chillón- se cuelga a ratos –más ratos de los que yo quisiera- sobre mis hombros y a duras penas consigo seguirle los pasos a Roniti, la grácil pirinola. Llevamos un ritmo de trotamundos –de turistas más bien- cambiando de sitio cada día, acarreando maletas –benditas ruedas, y maldita permeabilidad de todo bajo este cielo-, durmiendo poco. Solía ser este mi pulso ideal, el único que concebía: hoy, parece, no lo es tanto. Ya no tengo el tranco de mis años mozos: mucha agua ha corrido bajo el puente.

En medio de dicha vorágine, era de esperarse que no escribiera. Mapas, guía Michelín y Lonely Planet, horarios de trenes, buses y museos y, especialmente, coordinación de hospedaje: no siempre se consiguen almas caritativas dispuestas a alojarte sin recibir nada a cambio (Hospitality Club). Con todo, ayer tuvimos suerte: un viajero empedernido –tenía en la sala un enorme mapa con chinches marcando cada lugar que había visitado: rojo para una sola estadía, verde para dos o más- y ávido coleccionista de fósiles, piedras, conchas, arenas del Sahara y otros hierbajos nos recibió en su confortable (confortavel) departamento en Matosinhos, a las afueras de Porto. Pedro: un moreno casi guapo con quien me entendí perfectamente en portugués –para mi asombro-, y que comprendió el español de mi amiga perfectamente también. Trabajaba al parecer en una empresa programadora de mapas (muy a sortie) y tenía ciertos ademanes danzarines al moverse. Nos dio a probar vino de Oporto –aprovechando mi rechazo a los vinos dulces, Ronit se bebió mi copa- y desayunó con nosotros a la mañana siguiente.

Las calles de Oporto tienen eso que mi padre llamaría “resabios de antigua opulencia” –las de Coimbra también, acaso con mayor exageración-. Adoquines, paredes de azulejos –las más impresionantes están al interior de la estación de trenes-, tranvía que hoy es mero simulacro, absurda profusión de iglesias: necesario es conciliar la opulencia con la “espiritualidad”, dicen por allí; muchas de ellas son del siglo dieciocho, incluso en Porto hay una más antigua a la que se le adosó una especie de siamesa barroca en esos años. Aire de mar. En la Ribeira, restoranes y locales de artesanía absolutamente desérticos –y un local de aceitunas de los dioses-. Un puente diseñado por Eiffel o sus secuaces. En la otra orilla, las bodegas que no visitamos –suficiente tuve con Veramonte y Morris Berman camino a Valpo a fin del año pasado-. El único vestigio de los antiguos muros de la ciudad se llama Torre Fernandinha. En el jardín botánico, araucarias, magnolios y rododendros en flor –de un tamaño que jamás había visto: verdaderos árboles, y grandes-, pavos reales, patos, un gallito de la pasión que se acercó a nosotras sin ningún miedo. Lluvia a baldazos.

Eso fue ayer. Hoy –que a estas alturas también es ayer-, en Porto todavía, intentamos ver la Sinagoga, emplazada evidentemente en un barrio “bien”, cerrada; y luego fuimos al mercado de Bolhão. Encantador como todo mercado, lleno de frutas, pescados, flores y viejas; además de gallinas, panes, animales descuartizados y uno que otro puesto para comer. Sardinas fritas, con cabeza y todo, y un barrilito de huevo mol: placeres en que no me acompañaron –la comida local, empero, son las tripas; he ahí que a los porteños los llamen “tripeiros”-. Sabores de infancia: unos conocidos, otros imaginados a fuerza de tanto oírlos nombrar. A la salida encontramos a un hombre relativamente viejo, de ojos muy negros, rostro enjuto y boina, que nos condujo hacia la estación de buses; así sin más, hablándonos todo el camino, guía espontáneo de su bienamada ciudad. Empleado de una confitería, había estado en Brasil y Argentina: por poco no alcanzó a visitar Chile.

A Coimbra tardamos como hora y media, por un hermoso camino que el sueño casi no me deja ver para nada: secundábamos los bosques de Bucão. Nos alojamos en una residencia, en un pequeño cuarto con un ropero encantador, dos camas, un lavamanos y un intrigante bidet donde intento saciar mi hambre de escritura –preludio de los anhelados cafés de Lisboa-. Coimbra es conocida por su universidad: muy antigua, pero operativa. Entramos tránsfugamente a la facultad de derecho –el trade mark: una maravilla, la fachada, los azulejos bastante bien conservados, los bancos de madera oscura en los auditorios, etc, etc- y luego a la de letras –la versión b-. Está literalmente en la punta del cerro; rodeada de unas calles muy estrechas y muy torcidas y de mucha pendiente, presidiendo todo un conjunto de edificaciones en desnivel –sí, se parece a Valparaíso, pero en versión miniatura y antigua y limpia-. Más iglesias, balcones, ropa tendida, un café con vitrales a la entrada. Completamientre muerta a las nueve de la noche.

El idioma. Oír –y hablar- portugués es un viaje de regreso –alivio y dolor, desazón y sosiego-, es la cama de mi infancia donde mis abuelos, es la voz de mi bisabuela, caricia en los oídos antes de dormir, en su lengua. Leve, tan profundamente leve su cantar. Aire.

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