lunes, 23 de marzo de 2009

Los marsheneros 1

Parte importante del objetivo de este viaje era, como ya habréis podido notar, visitar a la familia. La rama española es la rama Aguado; es decir, la del bisabuelo Pablo, padre de mi abuela Sonja (materna), quien vino a Chile (arrancando) hacia el final de la guerra civil española. A todo esto, de la conversación con José María en Barcelona llegué a una (horrorosa) conclusión: mi existencia se debe, en parte, a las gestiones del excelso Don Neftalí. Aunque sólo sea rumor o interpretación, la sola posibilidad de estar en deuda vital con la vaca sagrada -parece que su influencia fue decisiva para que se dispusieran los barcos, como el célebre Winnipeg, en los que viajaron los refugiados españoles rumbo al que sería el país de nacimiento de mi abuela Sonja; y con ello de mi mamá, y finalmente el mío- me produce, digamos, un cierto repeluco.

En fin: todo esto para decir que los Aguado, salvo mi abuela y sus descendientes (mi tío Miguel, mis hermanas y yo) viven en España. Los de Marchena -ilustre pueblo sevillano- son la prima Angelines -hermana de José María-, su marido y sus hijos. En casa de ellos estuve el fin de semana pasado, por tercera vez en mi vida -una por cada venida a España: debo ser la habitante de Chile que más veces ha estado en el pueblo en plan de visita; de hecho, ni siquiera los amigos de mis primos habían olvidado del todo a "la prima chilena"-.

Llegué en tren por la mañana -a hora de caballeros: doce y pico- y me esperaba Marisol -hija nº4 de Angelines, que vive normalmente en Sevilla- con su novio. No nos veíamos hacía diecisiete años, pero nos reconocimos de todas formas -no había nadie más en la puerta de la estación, claro-. Nos fuimos directo a la casa, la misma de toda la vida: bastante grande, con azlejos hasta la mitad de la pared -influencia de los árabes que mantienen muchas casas andaluzas: se puede lavar a baldazos y ayuda a combatir los cincuenta grados del verano-, fachada compartida con toda la cuadra, completamente blanca por fuera, en el pequeño jardín un limonero y una piscina -muy profunda para que no se caliente tanto-, situada un poco a las afueras del pueblo -es decir, con perdón, a dos pasos-.

Todos, más o menos, como siempre: Angelines inmensa, Cesario más viejo -tuvo un derrame cerebral, del que se recuperó perfectamente a dios gracias-, Santi y Pedro peleándose como niños chicos y sacando de quicio a su santa madre. En realidad, daba la sensación de no habernos dejado de ver en estos cinco años: la familia que te recibe como un miembro más, y sin embargo no te ha visto más que tres veces, en total unos seis días. Nos pusimos al día respectivamente, mandaron a los míos todos los cariños del caso y, para mi alivio, guardaron silencio en lo que había que guardarlo. En ese sentido se siente uno en casa: no te empiezan a atiborrar de lugares comunes, de apreciaciones que te resultan incomprensibles, de sermones de experiencias que no tienen; como tú, consideran que hay ciertas cosas que no tienen solución, y ante las cuales las palabras sobran. No tienen miedo de decir que no han llamado por miedo: por miedo a no poder si no llorar colgados del teléfono.

Almorzamos exageradamente, como era de esperarse. Un pajarito les había dicho que me gustaba el pescado; así que había merluza, sardinas, boquerones, calamares y "tiburoncito". Además, como también sabían que me gustaban las verduras, había menestra con jamón. Y postre, cómo no, y vino. Lo del vino, por otra parte, fue toda una historia: se me ocurrió decir que me gustaba el tinto de verano con limón -todo un sacrilegio para una chilena, vino tinto con hielo y babida con gas con gusto a sabor limón: debo decir que al principio lo miré con cara de asco, pero después de probarlo lo he tomado cada vez que tengo la oportunidad-, y no había en casa más que una botella de reserva; que encontramos después de mucho rebuscar. Luego, no aparecía el sacacorchos; así que terminó Marisol yendo donde el vecino a ver si le podia abrir la botella. Y finalmente volvió con dos: la nuestra, y otra de tinto común y corriente que le regalaron los vecinos -que son bastante amigos, a todo esto- para que nos bebiésemos el "bueno" como corresponde y además hiciésemos el tinto de verano con limón. Total que bebimos bastante, además de comer.

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