Tren a Salamanca. Mi asiento mira hacia atrás. Franqueamos un bosque de olivos. Casi no cojo el tren: múltiples distracciones en la estación Stanley Kubrick (Chamartin), huyendo de un enjambre de norteamericanas y sus disquisiciones sobre el jamón (creían que el serrano era de pavo, lamentaban que el puesto de McDonnalds no abriera todavía).
Estación Stanley Kubrick. Compro mi boleto, y enseguida busco alguna suerte de desayuno. Primera cafetería: bocadillos de tortilla o de boquerones no es precisamente lo que busco a esta hora de la mañana. Segunda cafetería: ni siquiera me acerco, pone “gourmet store”, seguro piden diez euros por un sándwich. Tercera cafetería: bollos dulces y salados varios. Magdalenas. Sin duda, magdalenas. Con café: el té es para señoritos. Atiende una amable gorda, de mediana edad y piel oscura (dicho sea de paso: luego de dos días, puedo afirmar que todas esas ceremonias requeridas para entrar están plenamente justificadas). Enfrente, dos barras dobles donde la gente devora su desayuno. Se vacía un puesto. Hago caso omiso de las servilletas sucias y los vasos de cartón abandonados.
La magdalena. Tomo un trozo pequeño, lo mojo ligeramente en el café con leche y me lo llevo a la boca. Una oleada de aromas -harina, aceite, almendras- irrumpe en mis papilas gustativas y me traslada de inmediato a un tiempo otro; al tiempo en que viajaba con mi madre y comíamos magdalenas, cientos de magdalenas, miles de madalenas, como las llaman en Andalucía. Sevilla con mi madre: un calor de los diablos, casa de Sandra mi tía y del abuelo Pablo (el padre de ella y de Sonechka mi abuela), el Guadalquivir, la Giralda, la Torre del Loro (Viva Sevilla y olé), horas de horas jugando con el “Pinoquio” de Luis (lo sé, sonó espantoso: el “Pinoquio” era un muñequito de madera, pequeños bloques de colores articulados con elásticos, que se podía mover formando figuras diferentes; Luis, por su parte, es el marido de Sandra, o sea mi tío, o tío abuelo político si somos estrictos), la impresión del cúbito híper desarrollado del abuelo Pablo, caminar por el barrio de Santa Cruz, comer chuletas de cordero a destajo. Y la “Ehpo” (Sevilla ’92). Luego Marchena y los primos impresentables; Angelines, Cesario, el Santi (niño en ese entonces) sobre el techo de un auto; casa de no recuerdo qué abuela, roperos, arcas de madera oscura, visillos de encaje, casita de muñecas; zoológico cerrado, chucherías en la plaza, una glorieta, cae la tarde.
La magdalena. Como la magdalena pensando en Proust y en mi madre y en Andalucía; aunando –como el recuerdo aúna siempre- el viaje con ella y el viaje yo sola, once años después. Remembranza violentamente interrumpida por las norteamericanas y su jamón.
La magdalena. Como la magdalena pensando en Proust y en mi madre y en Andalucía; aunando –como el recuerdo aúna siempre- el viaje con ella y el viaje yo sola, once años después. Remembranza violentamente interrumpida por las norteamericanas y su jamón.
Tren a Salamanca. Franqueamos una sierra plena de verde. Ahora, bosque ralo de hoja caduca, quebradas, caminos y un arroyo. Peñas: veo a don Quijote arrancándose los cabellos en penitencia, clamando a todos los vientos el nombre de Dulcinea del Toboso, la sin par. Niebla. Pircas, cableado eléctrico y casas, muchas casas. Otra sierra, pero más seca, surcada de terrazas. Un piño de bichos blancos a lo lejos. Por los vecinos de enfrente, me entero de que la estación que acabamos de pasar (por fortuna hemos seguido de largo en casi todas) se llama o se llamaba Navagrande. Sólo un par de casas, parece que se han ido de allí hasta los fantasmas (Comala está en todas partes: maldita fruición del intertexto, maldito mal de Montano, parezco un caracol de letras, insufrible: no sé ser de otro modo).
Nos acercamos a Ávila. Vacas negras. Más olivos y más peñas. Los vecinos de enfrente y su gato Frodo –un bellísimo siamés de ojos celestes- bajan aquí. El vecino de al lado también.
Ahora hay al lado tres rubias. “Rubias”: el efecto raíz, las cejas y el rímel negro les sienta fatal. Van pegando fotografías en una cartulina amarilla. Esa sí les sienta. Cantan coplas palmeando y tamborileando la mesa, y bien sin embargo (o por lo mismo). …el bacala’ao, cuando le quitan la co’ola, le quitan lo más sala’ao… Ríen. …se limpia la botita, se mancha y no brilla más cuando un hombre se la quita, ni más ni meno’os…
Extensión de tierras desnudas: tan tristes lucen los cultivos en invierno. La voz de Pedro Aznar en mis oídos como bálsamo: la tristeza acompañando a la tristeza. Somos tres.
Ya llegamos casi. En Salamanca abandono a mi soledad por todo el próximo mes: Ronit, mi amiga, me espera. Curioso: viajo por la madre patria (la patria de la madre de mi madre, visitada por vez tercera) con mi única amiga judía (lo que se dice amiga, errante como yo). Buscamos las raíces en el viento, supongo. Y en la letra: acaso por eso escribo.
Ya llegamos casi. En Salamanca abandono a mi soledad por todo el próximo mes: Ronit, mi amiga, me espera. Curioso: viajo por la madre patria (la patria de la madre de mi madre, visitada por vez tercera) con mi única amiga judía (lo que se dice amiga, errante como yo). Buscamos las raíces en el viento, supongo. Y en la letra: acaso por eso escribo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario